TÓTEM
A continuación podrás leer la
sinopsis y el primer capítulo del libro.
Longitud el libro: 567 páginas
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SINOPSIS
En algún lugar de la
selva amazónica.
Año 1542 d. C.
La hoguera proyectaba sombras rojizas y danzantes en
la vegetación, creando la aterradora sensación de que la selva se movía. El
crujido de alguna rama rota, el aleteo de un ave en la copa de un árbol o el
chillido lejano de un animal eran sonidos cotidianos para el hombre que, sentado
frente al fuego, sobre el tocón de un árbol caído, miraba pensativo el humo
denso y blanquecino que producía al arder la madera aún húmeda.
En un momento
dado sintió frío. Se ajustó el jubón y luego extendió las manos hacia el fuego.
Por un instante se fijó en ellas: anchas, con dedos largos y nudosos, quemadas
por el sol y la intemperie; callosas y deformadas por el trabajo duro y la
guerra; ahora limpias, o casi, pero a menudo manchadas de sangre cuando
empuñaban la espada y el puñal. Las miró unos segundos más y luego se las
frotó, inconsciente, como si de esa manera pudiera eliminar de ellas toda la
muerte que habían provocado. A la luz de
las llamas resaltó, como un gusano lustroso, una cicatriz que comenzaba en la
muñeca de su mano izquierda y terminaba en el muñón donde tendría que estar su
dedo anular. Una herida fea que curó de mala manera. Pero que curó. No siempre
era así. Él había visto muchas heridas imposibles de sanar, producidas por esa
maldita arma de madera con filos de obsidiana que tajaba como una espada y
dejaba luego un rosario de esquirlas incrustadas en la carne. Giró la mano y se
entretuvo observando la sombra que producía la luz de la hoguera en la abultada
cicatriz. Tenía más. Muchas más. Desde que nació parecía destinado a eso, a
coleccionar cicatrices.
Perdido en sus cavilaciones, el hombre no vio las
sombras que se movían más allá del círculo de luz anaranjada que creaba la
hoguera. Eran dos. Se percató cuando ya estaban demasiado cerca. Una a cada
lado. Respiró aliviado, al menos al principio, al comprobar que se trataba de
los hermanos Pacheco.
—Puta noche, ¿verdad, Martín? —le dijo en susurros
Sebastián, a su derecha.
—Puta, sí —contestó él.
A su izquierda, Francisco, cinco años mayor que su
hermano, chasqueó la boca sin pronunciar palabra.
—Si hubiéramos sido indiecitos ya estarías listo de
papeles —añadió socarrón Sebastián, exagerando su acento de Triana pero
manteniendo el tono muy bajo.
Martín, alternativamente, los miró de reojo, echó un
tronco al fuego y luego levantó la cabeza.
Frente a él, al otro lado de la hoguera, a unos
cuatro metros, dormía bajo una lona engrasada el veterano sargento Araque, un
belmonteño sesentón, poco hablador, estricto, reflexivo y duro como la roca. Y
a su lado, cubiertos con mantas, abrazados a sus espadas, también resoplaban
Joan Boil, ampurdanés de veinticinco años, y Gonzalo Carvajal, de veintidós y
nacido en Ferrol; ambos soldados bien mandados, valientes y diestros con el
acero. Y leales a su mando hasta la muerte, pero pobres como las ratas; como él
mismo y los hermanos Pacheco, como todos los que se habían quedado esperando
junto a aquel río infame infectado de mosquitos y enfermedades, y desesperación;
igual que la mayoría de los que cruzaban el mar desde España en busca de
riquezas que arrancar a ese Nuevo Mundo hermoso e implacable para descubrir, ya
tarde, que la única fortuna a la que podrían aspirar, una vez allí, era a una
muerte rápida.
—Esta noche yo estoy de guardia. ¿Qué cojones
queréis?
Eso preguntó Martín, suspicaz, al escuchar el leve
tintineo del acero colgando de los cinturones de los hermanos, y ver los
coletos de gruesa piel que cubrían sus torsos.
—Hablar. Eso no hace mal a nadie —contestó
Sebastián, áspero, mientras se rascaba la mejilla.
—¿Y éste? —dijo Martín, incluyendo un gesto con la
cabeza para señalar a Francisco, que permanecía a su izquierda, un poco
retrasado, semioculto por las
sombras.
—Igual. No podemos dormir —contestó Sebastián,
llevando la batuta como siempre.
—Ya.
Conocía demasiado bien a los hermanos Pacheco como
para no intuir que algo raro rondaba en sus cabezas.
Y con raro, quería decir peligroso.
Los tres habían formado parte del contingente de
tropas que el rey había enviado al mando del adelantado Pánfilo de Narváez para
meter en cintura a Hernán Cortés cuando éste, haciendo de su capa un sayo y
desobedeciendo las órdenes que venían de arriba, se embarcó rumbo a México
dispuesto a conquistarlo. Durante aquellas luchas entre españoles forjó una
especie de alianza con los Pacheco. Alianza que derivó en amistad cuando, en
Veracruz, Narváez fue derrotado por el astuto Cortés y decidieron cambiar de
bando, como tantos otros soldados, ante la visión del oro que les prometió el
extremeño. Y les fue bien, al menos al principio. En el campo de batalla
formaban un trío letal, que se movía como pez en el agua mientras llovían las
flechas con punta de obsidiana y las hordas de mexicas armadas con aterradores macuahuitles se lanzaban al ataque
profiriendo gritos escalofriantes. En aquellos momentos, seis brazos armados
con buen acero toledano eran mejor que dos, y una espalda cubierta era la
diferencia entre poder cenar maíz tostado después de haberse desahogado con una
guapa india, o morir en el campo de batalla sin tiempo para santiguarse.
Veintidós años habían pasado de aquello. Entonces
eran jóvenes arrogantes, ambiciosos e inocentes —si es que esto último podía
darse entre los que destripaban enemigos como quien oye llover—, convencidos de
que en pocos años volverían a España cargados de riquezas inmensas; y también
veintidós años desde la noche en que sus sueños se disolvieron con la lluvia y
la sangre,
entre
estocada y tajo, luchando por su vida, mientras salían por patas de Tenochtitlan tras
ser derrotados por los aztecas en aquella Noche Triste. Aún recordaba, como si
fuera hoy mismo, el instante en que tuvo que dejar por el camino el oro que había
ganado con tanto esfuerzo. Aquel saco de arpillera lleno hasta los topes que
quedó en el barro, perdido para siempre, como sus esperanzas. El oro o la vida,
se tuvo que preguntar. Una difícil elección para alguien que sólo había
conocido la miseria.
Pero
se recuperó, y al poco tiempo volvieron los sueños de riqueza. Y siguió
peleando, pasando de mando en mando, de capitán en capitán, recorriendo aquel
paraíso ilusorio de norte a sur junto a los Pacheco, ajeno al transcurrir de
los años. Padeciendo hambre, frío, calor, infecciones, heridas... Todo el
catálogo de penurias que uno pueda imaginarse. Jugándose la vida un día sí y
otro también. Y matando. Matando mucho. Tanto, que al final los ojos se le
acostumbraron al rojo de la sangre igual que al azul del cielo. Y allí estaba,
a cientos de leguas de Quito, a miles de su Santander natal, con la vejez
asomada a sus hombros, bajo el mando de otro Pizarro, a la busca de una
leyenda. De un sueño. Del mismo sueño dorado por el ya habían muerto tantos, y
aún tendrían que morir. Demasiado cansado para renunciar y volver a España, pobre
y maltrecho, con el rabo entre las piernas. Antes que eso prefería mil veces
dejar el pellejo en aquel Nuevo Mundo fascinante y brutal. Morir, orgulloso y
absurdo, apoyado contra un árbol mientras la vida se le escapaba por las
heridas, era mejor que admitir el fracaso. Ya no tenía edad para dar marcha
atrás, y sólo le quedaba seguir adelante hasta reventar.
—¿Y
el indio? —susurró de pronto Sebastián.
—¿Qué
pasa con él?
—Francisco
y yo le creemos. ¿Y tú?
Martín
Coronado se encogió de hombros, barruntando de pronto de qué iba el negocio. Se
acarició la larga barba y luego escrutó la oscuridad hasta que reconoció, junto
a un árbol, el bulto oscuro. Por un instante, las llamas de la hoguera se
reflejaron sobre la piel tostada del indio que dormía abrazado a su mujer y su
hija.
—Mienten
mucho —terminó diciendo—, y más cuando se juegan la vida. Pero esta vez puede
que...
—Eso
mismo pensamos nosotros —completó Sebastián, al tiempo que su hermano lo
corroboraba con un sonido grave de garganta.
La
partida de búsqueda compuesta por los seis españoles llevaba más de una semana
recorriendo la selva sin encontrar nada —ni caza, ni frutos..., ni tan siquiera
hierbas que llevar a la expedición que esperaba junto al río—, cuando
descubrieron a la familia de indios escondida en unos matojos. Padre, madre e
hija. Una suerte porque el indio, enseguida que los vio desenfundar sus
espadas, les prometió que si les perdonaban la vida a él y a su familia los
acompañaría a su poblado para que se abastecieran con toda la comida que
pudieran cargar. Juró también que no era un cualquiera, que se trataba del jefe
de un asentamiento numeroso donde nada les pasaría. Martín, los Pacheco y el
sargento llevaban tantos años entre esas gentes que se apañaban bastante bien
con las lenguas, y no tuvieron problema en entender lo que les ofrecía. Y lo
aceptaron. Pero quisieron saber más sobre su reino. Si era de madera y ramas, o
de piedra, cuántos guerreros había y, por supuesto, si tenía riquezas. El indio
les respondió que sus casas estaban construidas con troncos de árbol, junto a
un pequeño río, que eran gente pacífica y que la única riqueza de su pueblo era
la abundante pesca y los fértiles pastos donde cultivaban maíz. Nada más. La
comida era una buena oferta, pero los soldados querían más, y le apretaron para
que hablara. Los años les habían hecho maestros de la tortura, y no había
español en las Indias que no supiera soltarle la lengua a un hombre. Sobre
todo, cuando había oro de por medio. Lo primero que hicieron fue saltarle
varios dientes de un culatazo de arcabuz. Luego, lo colgaron de los pies y lo
apalearon a fondo hasta que oyeron cómo se le quebraban varias costillas. A
continuación encendieron un fuego bajo su cabeza y esperaron a que se le
quemara el pelo, y la carne comenzara a burbujear y a agrietarse. El pobre
indio se desgañitó de dolor echando espuma por la boca como un poseído, pero
siguió negando que su pueblo poseyera oro, plata o piedras preciosas. Fue
entonces cuando al sargento se le ocurrió cambiar de táctica y amenazarlo, si
no hablaba, con violar a su mujer y a su hija —una niña a la que aún no le
habían crecido los pechos—, para luego azuzarles el
perro para que las despedazara. El efecto fue inmediato. ¡Y vaya si habló!
—Ya oíste al indio. ¡Un reino de oro! —exclamó Sebastián, elevando
la voz por la emoción—.
Algo que veremos pero no tocaremos. Cuando se entere Pizarro, a nosotros no nos
quedarán más que las migajas después del reparto. Ya lo sabes.
Martín
asintió y bajó la cabeza, fatalista, intuyendo lo siguiente que vendría.
—Tenemos
un caballo y dos mulas. Suficiente para cargar una gran cantidad de oro. Luego,
volveremos a Quito y de ahí al puerto de Guayaquil. No faltarán capitanes que,
a cambio de una buena bolsa, nos hagan un hueco en alguno de los barcos que
vuelvan a España.
—El
sargento nunca consentirá.
—Lo
sabemos. Y tampoco esos dos lechuguinos que todavía pelean por Dios y por el
Rey —dijo Sebastián, apoyando una mano en su hombro—. El negocio es para nosotros
tres.
Ya
lo había dicho y no había marcha atrás. Martín no era un novato. Lo que le
proponían los hermanos era una traición penada con la muerte, en el mejor de
los casos por garrote y en el peor por descuartizamiento. Ahora le quedaba
claro por qué los Pacheco iban armados y vestían sus coletos. Lo tenían
decidido.
—Bueno,
¿qué opinas? —preguntó Sebastián.
Martín
agarró un tronco y lo lanzó al fuego. Ganaba tiempo para evaluar la situación.
Por el rabillo del ojo vio cómo Francisco echaba mano a la vizcaína y comenzaba
a desenfundar. Lo conocía bien. No hablaba mucho, pero con la daga era rápido y
letal como una víbora. Si la respuesta que daba no era la correcta, apenas
notaría los dos palmos de acero que le traspasarían el costado hasta partirle
el corazón. Una buena muerte si era eso lo que quería, pero no era el caso. Con
gesto grave, resignado a la idea de que la vida era la que era, y que había que
tomarla según viniera, habló. Lo hizo después de que la corteza de la madera se
quemara y comenzara a crepitar. Un placer primitivo que no quería perderse.
—¿Cuándo
habíais pensado hacerlo?
—Esta
noche —respondió Sebastián, muy serio.
—Ya.
—Si
estás de acuerdo, bien. Si no, asunto olvidado —sentenció, esbozando una media
sonrisa de dientes desiguales y podridos.
Francisco
seguía en silencio, concentrado, tenso como una cuerda de ballesta, sin relajar
la mano de la empuñadura de su daga.
Martín
cogió aire y lo soltó poco a poco. El asunto no le gustaba lo más mínimo.
Demasiados quizás y pocas certezas. O sí. Había una. Que la suerte estaba
echada. Que, una vez Sebastián le había hecho partícipe de sus planes, lo había
involucrado. Y que, aunque los Pacheco sabían de sobra que era de fiar, algo
así era muy grave. Hoy no. Mañana tampoco. ¿Pero quién les aseguraba a los
hermanos que, tras un enfado o desacuerdo con ellos no les fuese con el cuento
de la traición a sus superiores? Lo había visto otras veces: amigos del alma,
compañeros de armas en innumerables campañas, delatándose o despachándose a
estocadas por un quítame allá esas pajas. También se preguntó, si querían
contar con él porque era buen explorador y se manejaba con la brújula y demás
instrumentos de orientación mejor que el sargento. Por interés, vamos.
Maldito
oro, rebudió entre dientes, que hace aliados y destruye amistades.
—Una
noche sin luna. Ni frío ni calor. Ni lluvia. No podría estar mejor la cosa. ¿Te
animas? —insistió Sebastián.
Dicen
que no hace falta mucho tiempo para ver toda tu vida pasar por delante. Que un
instante basta. Algo que comprobó Martín al recordar su infancia en una aldea a
las afueras de Santander, con sus tíos, obligados a criarlo tras la muerte de
sus padres en 1497, después de que la Armada de Flandes, además de traer a
Margarita de Austria para que se casara con el heredero al trono Juan de Aragón
y Castilla, también desembarcara la peste. Dos mil almas quedaron de ocho mil.
Y entre ellas él, con apenas cinco años de vida. No fue mala infancia en
comparación con otras. Hambre y penurias, igual que todos, pero al menos no lo
violaban como les hacía su padre a los Pacheco cuando llegaba borracho a casa.
A veces los hombres, por muy bragados y recios que sean, también necesitan
compartir secretos; y llorar en el hombro de un compañero cuando el vino del
estómago se calienta y desata lengua y sentimientos. Él les habló de su vida,
de cuando aún siendo un niño dejó de cuidar cerdos y se embarcó en un bergantín
como grumete para no volver nunca más a su aldea. Y ellos le hablaron de la
suya, que comenzó, más o menos, cuando tuvieron la suficiente fuerza y valentía
para empuñar un cuchillo y sacarle los higadillos al hijo de la gran puta de su
padre. Su madre ya no estaba, había muerto hacía años de pena y sufrimientos, y
nada les quedó en Triana más que alistarse en el ejército de mochileros y mozos
de tambor. "El primer muerto es el
que más cuesta, luego todo viene rodado", le dijo aquel día Francisco,
con la mirada turbia, quizá el día que más había hablado en su vida, con la voz
ronca y el aliento oliendo a vino barato.
No
tardó mucho Martín Coronado en hacer balance de sus años de penurias y
determinar que si tenía que morir, al menos, lo haría intentándolo una vez más.
Relajó
el gesto y se volvió para mirar, cara a cara, al menor de los hermanos.
—¿Cómo
lo haremos?
Ese
`haremos´ lo decía todo, y motivó una sonrisa abierta en Sebastián. También
provocó, que un brillo dorado asomara a los sombríos ojos del viejo soldado. El
mismo que, sin duda, tendría él.
—Los
bisoños son pan comido. El problema será Araque. Berrueco lo despertará en
cuanto nos acerquemos.
Sebastián
se refería al enorme perro que, con la cabeza apoyada entre sus patas,
dormitaba a los pies del sargento. Se trataba de un alano criollo, bocinegro y
de pelaje bermejo. Una bestia con orejas cortadas, ojos fieros y fuertes
mandíbulas. Hijo de otros que llegaron en los primeros años de la conquista del
Nuevo Mundo. Molosos que en España se usaban para el manejo del ganado y como
perros de diente para la caza de ciervos y jabalíes, pero que en aquellas
tierras enseguida se les encontró otro cometido bien
distinto. Aprovechando su ferocidad, fuerza y tamaño, fueron entrenados para
dar caza a los enemigos emboscados, o como punta de lanza en los
combates abiertos, enviándolos en vanguardia protegidos con collares de clavos
y corazas para despedazar a los pobres indios, que huían aterrorizados ante semejante horda del infierno.
—Ese hijo de las mil putas no nos traga, y gruñe cada vez que nos
acercamos a él —prosiguió Sebastián—. Contigo es distinto. Yo diría que le caes
bien.
Y era verdad. Iba cuando lo llamaba. Consentía que lo acariciase
y, en más de una ocasión, dejaba de caminar entre las patas del caballo del
sargento Araque para acompañar a Martín durante largos trechos.
Francisco, que había abandonado las sombras y se encontraba ya más
relajado, le puso algo sobre las piernas.
—Lo encontramos hace tiempo —explicó Sebastián, señalando al
pequeño roedor muerto—. El perro lleva sin comer tres días, y no se resistirá a
un bocado tan delicioso.
Martín cogió el maloliente animal y lo giró en su mano. A unos
metros de distancia, Berrueco levantó la cabeza y olfateó el aire.
—¿Queréis que lo aleje del campamento mientras vosotros...?
—Eso es —atajó Sebastián.
Un instante de duda cruzó por la cabeza de Martín. La conciencia.
Los escrúpulos. El honor. El puto honor, se dijo. Esa cualidad maldita que
arrastra a los hombres al cumplimiento del deber anteponiéndolo incluso a sus
propios intereses. O, tal vez, las tres cosas juntas. La cuestión era que una
voz interior, en tono grave y convincente, le advertía de la injusticia que
estaban a punto de cometer. Ya había luchado contra españoles, y matado a
muchos, pero siempre en combate, reyertas o duelos. Cara a cara, en corto, con
acero en las manos. Nunca a traición. Eso era nuevo para él, y le escocía en la
conciencia como si le echaran sal en una herida abierta.
—¿Sabes? A nosotros también nos jode despacharlos de esta manera —empezó
a decir Sebastián como si hubiera adivinado sus pensamientos, o supiera que
eran los mismos que los suyos—. Pero no hay otra.
—Ya.
—El
sargento es viejo y le cuesta caminar —continuó
Sebastián, reflexivo—. De vuelta a Quito nos comeríamos su caballo y moriría
atravesando esas jodidas montañas. Hasta aquí ha llegado, está claro. En cuanto
a los lechuguinos… No creo que sobrevivan a otra batalla contra los indios.
Demasiadas ganas de destacar delante de los mandos. Arriesgan mucho confiando
en sus armaduras, sin saber lo que nosotros conocemos tan bien: la precisión de
las flechas de obsidiana y la destreza con la que los salvajes manejan sus
macanas con cabezas de bronce. Esos dos tienen ínfulas, Martín. Ven en esto la
oportunidad de prosperar en el ejército, de hacer carrera. Cargos y títulos,
qué te voy a contar... Pero se han equivocado de lugar. Esto no es Europa. Aquí
no hay gloria que ganar. No hay honor en lo que hacemos —prosiguió, remarcando
sus palabras—, sólo desesperación y muerte; y oro, para el que tenga suerte de
encontrarlo y cojones para cogerlo. No le des más vueltas: nacimos con la vida
torcida, y ni Dios la enderezará si no lo hacemos nosotros mismos.
Francisco asintió al discurso de su hermano, mudo, como siempre,
pero con un leve brillo acuoso en sus pequeños y peligrosos ojos.
No había más que hablar. Martín levantó el roedor balanceándolo de
la cola. El alano lo observó moviendo levemente su cabezota de un lado a otro,
hasta que el hombre se incorporó y lo llamó con un silbido sordo que el animal
escuchó perfectamente. El hambre hizo el resto. Perezoso, falsamente desganado,
Berrueco se encaminó en dirección a la comida. Titubeante, giró un par de veces
para mirar a su amo dormido; luego, se olvidó y aceleró el paso salivando ante
el suculento aroma. Antes de que llegara a su lado, Martín cogió una rama de la
hoguera a modo de antorcha, se levantó del tocón donde estaba sentado y echó a
andar para que el animal lo siguiera.
Y eso hizo, y hombre y bestia se alejaron acompañados por un
resplandor rojizo que enmudeció a los animales nocturnos, sumiendo la selva en
un silencio trágico.
Sebastián Pacheco esperó hasta que la luz desapareció en la
espesura para dirigirse a su hermano.
—Bueno. Al lío.
Martín se alejó del campamento antes de detenerse en un pequeño
claro y darle el roedor. El perro, feroz y brutal pero también noble, lo cogió
con delicadeza de su mano, se tumbó, lo sujetó entre sus patas y, de un
mordisco, le arrancó la cabeza. Los huesos crujieron entre sus poderosas
mandíbulas. El resto del cuerpo se lo comió de dos bocados más. Luego, se
incorporó y lamió la mano que le había dado de comer.
—Te ha gustado, ¿verdad? —dijo Martín.
El animal movió el rabo agradecido. Lo sensato hubiera sido
matarlo. Pasarlo de lado a lado de una estocada certera. Podría hacerlo con
facilidad, el perro estaba confiado.
No pudo.
Algo semejante al cariño los unía, y, en aquel mundo en el que
vivía, ése era un bien muy preciado.
Esperó más tiempo del que consideró necesario. Allí, de pie,
mirando el hermoso cielo estrellado a través del frondoso bosque, acariciando
al animal. Quizá no quería llegar en mal momento. O puede que deseara retrasar
la visión de la muerte injusta —si es que alguna no lo era—. Ni siquiera él lo
sabía. Lo único que sentía era un deseo extraño de echar a andar y no parar.
Adentrarse más y más en ese infierno disfrazado de paraíso hasta caer rendido
de cansancio. Y dormir; dormir un sueño sin pesadillas, sin dolor de tripas por
el hambre, sin la visión de rostros desencajados clamando clemencia, sin
cuerpos despedazados..., sin sangre. Un
sueño infantil y puro. Eso le pedía el corazón, pero la cabeza medió haciéndole
volver a la realidad.
Resignado, suspiró y se giró cabizbajo, resuelto a comprobar qué
cojones le tendría preparado el destino.
—Vamos, Berrueco, volvamos ya.
Escuchó lloros ahogados y lamentos de dolor antes de llegar al
campamento, y eso no le gustó. Pasó la antorcha a su mano izquierda, y, con la
diestra, desenfundó la espada. El alano gruñó y se situó muy pegado a sus
piernas. Martín notó el calor de su cuerpo y los poderosos músculos dispuestos
a entrar en acción.
—Tranquilo, no pasa nada —le susurró, propinándole unas palmaditas
cariñosas en el lomo.
El perro pareció entender y se relajó, trasformando los gruñidos
en una especie de gorjeo ahogado que pondría la piel de gallina al más pintado.
Tras salvar el último muro de vegetación, llegaron al pequeño
claro donde estaba el campamento. La visión general terminó de confirmar sus
temores: la cosa no había salido del todo bien.
Bajo un árbol, temblando de miedo, apretujados como una piña, se
encontraban el indio y su familia. La mujer y la niña sollozaban con las caras
ocultas. El hombre, sin embargo, miraba en todas direcciones con los ojos
desorbitados, como si esperara que una cuchillada surgiera de las sombras en
cualquier momento. A la izquierda de los indios seguían los dos soldados
jóvenes. Tumbados. Inmóviles. Muertos. En el mismo lugar exacto donde hacía
escasos minutos dormían plácidamente. Pero ya no estaban abrazados a sus
espadas. Ahora, ambos, como gemelos idénticos, tenían las manos aferradas a sus
gargantas, de las que aún brotaba una sangre espesa que, a la luz de la fogata,
parecía negra como la pez.
Unos metros más allá vio el cuerpo del sargento Araque. Estaba
caído en el suelo, vestido sólo con la camisa y desnudo de cintura para abajo,
en una postura ridícula que dejaba sus vergüenzas al descubierto. Se veían
heridas abiertas como labios en brazos, piernas y glúteos; y otras, las
mortales, empapando la ropa y cubriendo la tierra de sangre.
Hasta ahí lo esperado.
Lo que no encajaba en el cuadro era la imagen de Sebastián
inclinado sobre su hermano, que, apoyado en el tocón que había junto a la
hoguera, se retorcía de dolor.
—¿Qué cojones ha pasado? —exclamó Martín, acercándose con
precaución sin enfundar la espada.
—Mal fario —contestó Sebastián, jadeando.
El alano, mientras tanto, recorría el campamento de un lado a
otro; nervioso, confundido, hasta que terminó yendo al encuentro de su amo
muerto. Lo olfateó, lo empujó con el hocico, lamió un instante la sangre que
cubría su cara y luego se tumbó a su lado gimoteando como un niño.
—Boil no dijo ni pío —continuó Sebastián, explicando lo sucedido—,
pero Carvajal chilló como un verraco cuando lo degollamos. Despertó al
sargento. Tenías que haberlo visto. Se levantó como un rayo, con la ropera en
la diestra y la vizcaína en la siniestra. Dispuesto a dar guerra. Y lo hizo en
cuanto se dio cuenta de lo que allí pasaba. Te lo juro Martín, tan flaco,
vestido sólo con la camisa, armado y jurando en hebreo mientras nos acometía...
Daba miedo. Era como una aparición salida del infierno.
Sebastián detuvo su discurso para apretarle a su hermano un
torniquete, a la altura de la ingle, hecho con su pañuelo y un palo.
—Tuvimos que emplearnos a fondo —prosiguió, tras comprobar que la
herida había dejado de sangrar—.
Francisco por un lado y yo por el otro. Ris, ras, ris, ras. Una pelea de desgaste, sin arriesgar. Le
tajamos bien los cuartos traseros para inmovilizarlo, pero el puñetero, bravo
como era, se defendía como gato panza arriba dispuesto a llevarse a uno de
nosotros por delante. Si no a los dos.
—Ya veo —intervino Martín, al descubrir un corte sobre su ceja
derecha.
—El caso es que, como la cosa se alargaba, ya sabes lo buen
espadachín que era el sargento, empezamos a tirarle al cuerpo. —Sebastián, con
el aliento entrecortado, terminó sentándose junto a su hermano—. Yo le metí un
par de estocadas de un palmo en la tripa, y mi hermano otras tantas por la
espalda. Mortales todas. Pero ya ves, aún tuvo tiempo de mojar su acero.
—¿Podrás andar? —preguntó Martín, dirigiéndose a Francisco.
Éste lanzó un suspiro y chascó la lengua. Fue su hermano el que
habló.
—No creo. Le atravesó el muslo de parte a parte.
Con gesto resignado, Martín se volvió para contemplar de nuevo el
triste espectáculo en el que se había convertido el campamento.
—La herida es fea —terminó diciendo.
—Es fuerte, ya lo conoces. Se pondrá bien. Además, ahora tenemos
el caballo del sargento.
Martín asintió y no dijo más, no era el momento, aunque sabía
perfectamente, igual que los Pacheco, cómo se ensañaba ese falso edén con las
heridas mal curadas.
Al día siguiente dejaron los cadáveres desnudos y sin enterrar
para que la jungla se encargara de ellos, y partieron con las primeras luces
del amanecer en lo que sería una expedición marcada por los infortunios desde
el principio. Nada más echar a andar empezó a llover, y no dejó de hacerlo ni
de día ni de noche durante la semana siguiente. Siete días en los que
transitaron por senderos tan embarrados que a veces se hundían hasta las
rodillas, atravesando arroyos que de pronto se formaban en el camino, y
durmiendo ateridos, temblando de frío y hambre, bajo una lluvia impenitente. El
octavo día dejó de llover, pero comenzó el calor. Un calor sofocante y
perpetuo, aderezado con nubes de mosquitos que volvían locos a los hombres y a
las bestias. También sufrieron las garrapatas, las sanguijuelas y un sinfín de
despiadados insectos. Como el que le picó a Sebastián en un brazo, dejándoselo
paralizado durante un día; o el que se ensañó una noche con Martín,
provocándole unas fiebres que lo acompañarían tres días. Aunque lo peor estaba
reservado para Francisco. La herida se le infectó a los pocos días de salir,
como temían. La pierna se le puso toda ella de un color morado oscuro, y se le
hinchó tanto que en algunas zonas la piel se le agrietó. Se pasaba las noches
en vela, gimiendo y llorando. Durante el día, montado en el caballo, cuando el
agotamiento lo vencía y dejaba de gritar de dolor, dormitaba sobre la cerviz
del animal, con la cabeza bamboleante igual que un muerto en vida. Para colmo
de males, las moscas pusieron larvas en las heridas, y la pierna bullía de
gusanos que se comían la carne podrida y asomaban la cabeza a través de los
agujeros que le hacían en la piel. Sin embargo, al indio y su familia, aquel
mundo hostil los respetaba. Estaban flacos y demacrados, pero seguían caminando
sin rechistar, sin quejarse; con la piel lustrosa, limpia de picaduras y de
enfermedades, y el ánimo intacto a pesar de ir atados para que no escaparan.
Incluso la niña, delicada como una flor, aparentaba más fortaleza que
cualquiera de los soldados españoles. También las quemaduras del indio habían
sanado bien; debido, sin duda, a una pasta que elaboraba con hierbas, barro y
orines, y que después se untaba en la cabeza consiguiendo crear una costra
protectora que evitó la infección. “Además de jefe soy hombre medicina”, les había dicho los primeros días,
ofreciéndose a curar la pierna de Francisco. Pero el sevillano, desconfiado, se
negó. Y ahora lo estaba pagando.
Tampoco consintieron los hermanos liberar al indio y devolverle su
arco y sus flechas cuando les propuso cazar algún animal para comer. Por eso,
al décimo día, cuando el hambre amenazaba con volverles locos, tuvieron que
sacrificar a una de las mulas. La primera opción fue el perro; lo salvó, que la
más débil de las acémilas tropezó con una piedra y se rompió una pata.
Aquel día comieron cuanto pudieron, y secaron y salaron el resto
de la carne para que no les faltaran víveres. Sin embargo, el estómago lleno y
la seguridad de que ya no volverían a pasar hambre durante semanas no
consiguieron que la convivencia entre los tres soldados mejorara. Las
discusiones por los asuntos más nimios continuaban, y las desavenencias
comenzaron a aflorar. Sobre todo a causa del carácter de Sebastián, que se
había vuelto tremendamente huraño e irascible; y muy, muy peligroso. De ahí que
Martín, para evitar conflictos y alejar la posibilidad de un altercado con
aceros incluidos, pasaba las noches apartado del grupo, anotando en su diario
los pormenores de la expedición y la ruta seguida después de consultar los
instrumentos. Se tomaba su tiempo para hacerlo. Era preciso y meticuloso, y
escribía con una caligrafía pulcra y rica en vocabulario. Al contrario que los
Pacheco, que eran analfabetos y nunca tuvieron el menor interés por dejar de
serlo, él supo aprovechar la oportunidad que se le brindó cuando, en uno de los
barcos mercantes en los que sirvió siendo aún un niño, se cruzó con un paciente
marinero de Zarauz que lo tomó como a un hijo, y le enseñó todo cuanto pudo
sobre letras y navegación. Fueron buenos
años, truncados por un golpe de mar que se llevó al guipuzcoano por la borda
durante una tormenta. A consecuencia de ello, repudió el mar y decidió
alistarse como mochilero al servicio de Su Majestad el Rey Carlos I. Si fue o
no una buena decisión, ya nunca lo sabría. De lo único que estaba seguro era de
que al menos seguía vivo, y eso era mucho decir teniendo en cuenta su edad y su
oficio. Y quería seguir estándolo. Vivir lo más posible, y rico si la fortuna
por fin le sonreía. De ahí que, si por las noches esquivaba a los hermanos,
durante el día lo hiciera aún más. Siempre procuraba ir delante, dejando a los
Pacheco en la retaguardia con la mujer y la hija del indio caminando atadas con
una cuerda a la silla del caballo. Se ofreció voluntario para vigilar al indio
que los guiaba, y no le importaba ir abriendo ruta a espadazos contra los muros
de vegetación que les cerraban el paso, acompañado por un Berrueco que parecía
haber encontrado un nuevo dueño.
Durante aquellas largas y agotadoras jornadas, Martín y el
indio charlaban de todo un poco. De esa manera supo que se llamaba Iwata, su
mujer Uni y su hija Sisa; y que pertenecían a una civilización muy antigua que
abandonó sus tierras del norte para vagar durante años a la búsqueda de un
nuevo hogar donde asentarse.
—Nos echó de nuestras tierras otro pueblo mucho más fuerte y
numeroso. Un imperio naciente que se mostró invasivo y cruel. Aunque no tanto
como vosotros —le explicó, apesadumbrado—. Cargamos todo cuando pudimos y nos
marchamos siguiendo una profecía de nuestros dioses. Una que decía que
deberíamos asentarnos allá donde Pakula bebiera agua fresca todos los días.
—¿Pakula? —preguntó entonces Martín, falsamente interesado en las
leyendas fantásticas de aquellos nativos.
—En mi lengua significa animal poderoso.
—Entiendo. ¿Y lo encontrasteis?
—Sí. Según el relato que contaban los ancianos de mi pueblo, que a
su vez les habían transmitido sus abuelos, fue una mañana al llegar a un valle.
El entonces rey de mi pueblo divisó, en la ladera de una montaña, un magnífico
animal de pelaje oscuro y moteado que bebía de un manantial que surgía de las
rocas. Lo observaron durante varios días hacer lo mismo y, aunque les
aterrorizaba semejante bestia, decidieron que era la señal que habían estado
esperando desde hacía tanto y se quedaron.
—Tuvisteis suerte de encontrar un jaguar negro; si no, aún
estaríais dando vueltas —se burló Martín—. Nosotros los llamamos panteras.
—No era un jaguar —replicó Iwata, molesto—. Era un dios. Durante
semanas mató a muchos de los nuestros. Hasta que comenzamos a adorarlo y a
llevarle ofrendas. Luego le construimos un santuario, y por fin llegó la paz.
—No por mucho tiempo. Ahora hemos llegado nosotros, los teules.
El indio se lo quedó mirando sin comprender.
—Dioses. Así nos llamaba el imperio más poderoso que puedas
imaginar —le explicó Martín, recordando el apodo con el que los conocían los
mexicas—. Pronto comprobaron que no éramos más que guerreros en busca de
conquista. Deberías saberlo, vuestro mundo ya nunca volverá a ser el mismo.
Tras aquella conversación, Iwaka se sumió en un profundo mutismo y
no volvió a hablar el resto del día.
A la mañana siguiente, después de que Sebastián viera a su hermano
delirar con la frente ardiendo y la cara blanca como un huevo de oca, estalló.
Fuera de sí, acusó al indio de hacerles caminar sin rumbo con el objeto de acabar
con ellos de agotamiento, y a punto estuvo de matar a toda la familia a estocadas
de no haber intervenido Martín.
—¡No lo hagas! —le suplicó, interponiéndose entre los indios y
él—. Si los matas, todo lo que hemos hecho hasta ahora no habrá servido para
nada. Pobres y traidores no tendremos a dónde ir. Piénsalo.
—Mi hermano... Quiero llenarle las manos de oro. Que vea su dorado
brillo al menos una vez... en su vida.
—Lo sé —añadió Martín comprensivo, apaciguador.
—Si ese indio nos ha engañado, cortaré en pedazos a su mujer y a
su hija delante de él. Y luego lo despellejaré vivo.
—Y yo te ayudaré. Te lo juro, pero ahora enfunda esa espada.
Martín respiró aliviado cuando el de Triana, a regañadientes, obedeció. No había querido echar más leña al fuego y se
había callado lo que pensaba, pero una
vez se pusieron en marcha y estuvo a la cabeza con el indio, quiso aclarar sus
dudas.
—Escucha, maldito salvaje, nos prometiste que tu ciudad no estaba
lejos. Unas pocas lunas, dijiste, y ya llevamos dos semanas andando.
—Caminamos demasiado lentos. Tu amigo herido nos retrasa.
—Eso es verdad —tuvo que admitir Martín.
—El mal ha invadido su cuerpo. Morirá. Ya nada se puede hacer por
él.
—Tienes razón, sólo estamos alargando su agonía. Quizá lo más
compasivo sería...
—Su hermano nunca te dejará hacerlo —lo interrumpió Iwaka—.
Además, ya no queda mucho para llegar. Un día o dos. Puede que, aunque
moribundo, aún tenga utilidad.
Martín se detuvo en seco, contrariado.
—¿Utilidad?
—El oro que buscáis está en el santuario de Pakula, y siempre pide
un precio por dejar entrar en él —respondió el indio, cuando la cuerda que
llevaba atada a su cuello le impidió caminar más—. Es un dios caprichoso. A
veces exige uno, otras ninguno... En
ocasiones dos.
—¿De qué hablas?
—De sacrificios.
Con gesto muy serio, Martín lo miró unos segundos. A continuación,
aflojó la dura línea de sus labios y esbozó una sonrisa.
—Putos estúpidos. Cuándo comprenderéis que el único dios ante el
que debéis arrodillaros es nuestro acero —le soltó riendo, al tiempo que
agarraba el pomo de su espada—. Ya te lo dije. Hemos venido para quedarnos.
Ahora todo es nuestro. Por muchos corazones que arranquéis en sangrientos
rituales, vuestros dioses nada podrán hacer para impedirlo.
Iwaka bajó la cabeza, en actitud reflexiva. Martín lo contempló
como si lo viera por primera vez: bajo, mediano de carnes, rostro grave. Cuando
el indio levantó la cabeza, dispuesto a hablar, sus ojos negros y encarnizados
le resultaron inquietantes.
—Nuestros dioses siempre se han alimentado de sangre —dijo en tono
enigmático—, y Pakula es el más sediento de todos.
De súbito, se levantó un viento con olor a humedad que agitó la
frondosa vegetación que los rodeaba y provocó remolinos de arena. Y en el
cielo, sobre el dosel de árboles, surgió una procesión de nubes oscuras y
densas que sumió la selva en las sombras.
—Lloverá —vaticinó el indio, retirándole la mirada—. Y aún debemos
atravesar un río.
Martín sintió un escalofrío que atribuyó al viento extrañamente
gélido, y echó a andar.
—Pues, démonos prisa —espoleó el español ajustándose el jubón, sin
sospechar que aquel día estaría plagado de desgracias.
Primero fue el río, crecido por las lluvias torrenciales, donde
estuvieron a punto de perder a Francisco y al caballo arrastrados por la
corriente, y a Sebastián cuando intentaba auxiliarlos. A continuación llegó una
zona pantanosa infectada de sanguijuelas, insectos y cocodrilos que amenazaban
constantemente con devorarlos. Luego, lucharon lo indecible para atravesar un
paraje de tierra rojiza que las lluvias habían convertido en puro fango. Y para
terminar las vicisitudes, tuvieron que pasar la noche al raso, sobre unas
rocas, bajo un aguacero impenitente, sin poder hacer fuego, acosados por rayos
que rasgaban el cielo como si fuesen a partirlo en dos, y truenos
ensordecedores que mantuvieron al bravo perro toda la noche alerta, vigilante.
El segundo día el tiempo mejoró. A media mañana, el calor ya había
evaporado el agua del suelo y pudieron caminar sin hundirse en el barro.
También facilitó el avance del grupo el camino llano que se encontraron, la
milagrosa ausencia de mosquitos y las sendas abiertas por animales que
siguieron.
En un momento dado, Iwaka se detuvo cerca de unos arbustos, se
agachó para observar algo y luego se incorporó con la mirada iluminada.
—Mi pueblo está cerca —dijo, señalando una trampa para animales
hecha con ramas y tendones—. Al otro lado de este bosque.
Al escucharlo Sebastián, que caminaba agotado, tirando de las
riendas del caballo donde iba su hermano, atento siempre para que no terminara
cayéndose, corrió hasta el indio.
—¿Estás seguro? —exclamó, zarandeándolo.
—Sí.
Martín no insistió. Cuando vio la felicidad reflejada en la cara
de la mujer y de la niña, le bastó para confirmar lo que aseguraba el indio.
Atravesar el bosque, denso y con una pronunciada pendiente, les
llevó el resto del día. Caía la tarde cuando, por fin, llegaron a la cumbre de
la elevación y salieron a un claro erizado de rocas cubiertas de musgo que
desembocaba en un abrupto cortado. Mientras que Sebastián aprovechaba el
respiro para dar de beber a su maltrecho hermano, Martín y el indio se
acercaron al borde. El español, entonces, entornó los ojos sobrecogido por la
hermosura de aquella jungla infinita que se desparramaba generosa en todas
direcciones. Una jungla inundada por la luz del crepúsculo, donde el verde
intenso comenzaba a ceder a los rojos, naranjas y amarillos de un sol que
agonizaba. Leguas y leguas de frondosa vegetación sólo horadada por un río de
aguas plateadas y calmas que describía sinuosas curvas hasta perderse en la
distancia, en un horizonte lejano y brumoso que hacía imposible distinguir
dónde terminaba la selva y comenzaba el cielo.
Pero
eso no fue lo que más llamó la atención de Martín; lo que realmente lo dejó con
la boca abierta, fue la impresionante ciudad que se divisaba desde allí arriba.
Nacía como un milagro en mitad de la selva, bordeada por altos y frondosos
árboles que la delimitaban y ocultaban a la vista desde cualquier lugar que no
fuese lo alto de aquel cerro. Su forma era el de una cuadrícula, con edificios
de distinta índole y tamaño que se organizaban en torno a una ancha calzada
empedrada de más de media legua de larga. En el extremo más septentrional,
majestuosa, se recortaba contra el atardecer una pirámide escalonada rematada
por un pequeño templo; y a sus pies, una gran plaza abierta rodeada por
viviendas, de una y dos plantas, conectadas por un dédalo de calles. A medio
camino de la calzada, a ambos lados, había dos pirámides más pequeñas; y en el
extremo sur, bajo el barranco donde se encontraba observando Martín, una
cuarta; la más alta y bella de todas, integrada en la ladera de la montaña de
tal manera que creaba la sensación de nacer de la roca viva. También reconoció
unos campos de cultivo a cierta distancia de la ciudad, a orillas de un
caudaloso afluente.
—A mis antepasados les llevó generaciones limpiar el bosque, crear
campos fértiles y levantar la ciudad —dijo el indio—. Hermosa, ¿verdad?
Martín no contestó. Estaba mudo, deleitándose con la luz ambarina
del atardecer desparramándose sobre las prodigiosas construcciones de piedra y
los extensos campos de maíz; absorto en los cientos de personas que caminaban
de un lado para otro, diminutas como hormigas desde esa altura; perplejo ante
el derroche de civilización que significaba esa imponente ciudad en mitad de
aquel edén para la vegetación y los animales, pero estéril y hostil para el
hombre.
—Os conduciré hasta el oro —continuó el indio—. Y podréis coger
cuanto queráis. Pero debes prometerme que respetaréis mi vida y la de mi
familia, y después nos dejaréis libres.
Martín tardó unos segundos en hablar, el tiempo que necesitó para
asimilar lo que tenía ante sus ojos. El sueño, la leyenda, el mito que muchos
otros habían buscado —y por el que tantos habían muerto— se mostraba real y al
alcance de sus manos.
—Te lo juro por mi honor —terminó diciendo—. Que es mucho jurar.
El indio lo miró con intensidad, escrutando cada detalle de su
rostro, cada gesto... Y en tono solemne le espetó una sentencia.
—Maldito serás por siempre si no cumples, y todo tu linaje, hasta
el fin de los tiempos.
Un retumbar de cascos anunció a Sebastián. Llegaba jadeando,
acompañado por la india y su hija, tirando de las riendas de la mula y del
caballo sobre el que dormitaba su hermano. Cuando se acercó al borde del
barranco y miró, el duro soldado se llevó las manos al pecho como si la visión
de aquella increíble ciudad le impidiera respirar.
—¡Madre de Dios! —exclamó por fin, liberando el aire retenido en
los pulmones—. ¡Joder! ¡Lo conseguimos, Martín! ¡Lo conseguimos! ¡Seremos ricos!
¡Asquerosamente ricos!
Y
con ese sueño iluminando sus miradas, los soldados españoles se prepararon para
acarrear el botín. Iwaka les había explicado que
tendrían que bajar la ladera de la montaña hasta el templo que había sobre la
pirámide, donde estaba el acceso al interior, y luego descender varios tramos
de escaleras y recorrer estrechos pasillos antes de llegar a la cámara donde se
depositaba el tesoro, bajo el suelo, en el inframundo, como lo llamó él. En
vista de la dificultad, y de que no podrían ir con las monturas, se
pertrecharon con sacos y cuerdas, y fabricaron una muleta para Francisco, ya
que Sebastián insistió en que los acompañara.
—Aunque tenga que cargar a hombros con él, por mis muertos que el
hijo de mi madre también irá —fue lo que dijo, cuando Martín sugirió que mejor
sería que los esperara.
Las que sí se quedaron junto a las monturas, bien atadas a un
árbol, fueron Sisa y Uni. Iwaka quería que fuesen con ellos, pero los españoles
determinaron que sería un problema vigilarlas mientras acarreaban los sacos de
oro, y, aunque el indio insistió, no hubo nada que hacer.
—Tú nos ayudarás a cargar. Después, os soltaremos —sentenció
Martín.
—Lo prometiste, ¿recuerdas? —reiteró el indio.
Martín puso el pulgar sobre el índice formando una cruz, y la
besó.
—Por ésta.
Esperaron a que anocheciera para ponerse en marcha. En la
distancia sólo se veían los perfiles oscuros de las grandes construcciones, y
la luz de los hogares saliendo por las ventanas de las casas. Amparados en las
sombras, el variopinto grupo comenzó el descenso. El indio delante y Martín
justo detrás, controlando la cuerda atada a su cuello. Junto a ellos el alano,
siempre alerta, gruñendo y bufando a cada pequeño roedor o reptil que corría
asustado entre las rocas. Varios metros atrás iba Francisco, apoyado en la
muleta y en su hermano; renqueante, con los ojos llenos de lágrimas por la
fiebre, tragándose el insoportable dolor que sufría cada vez que apoyaba
mínimamente la pierna en el suelo. Una pierna inútil y putrefacta, llena de
úlceras abiertas que iban supurando una mezcla oscura y maloliente de sangre y
pus.
—Vamos, ya queda poco —lo animaba Sebastián a cada paso, sabiendo
también como él, como todos, que aquella estocada en la pierna asestada por el
sargento Araque hacía tiempo que le había comprado una tumba en el Nuevo Mundo.
En total oscuridad descendieron guiados por el indio, el tacto, el
sentido común y el leve reflejo azulado que la luna producía en las piedras del
templo que coronaban la pirámide. A ese lugar conducía la ladera de la montaña:
donde terminaba la obra de la naturaleza y comenzaba la prodigiosa mano del
hombre. Con un titánico esfuerzo llegaron los dos hermanos. Cuando lo hicieron,
jadeantes y maltrechos, ya esperaban allí Iwaka, Martín y Berrueco.
—Ahora, mucho silencio —advirtió entonces Martín—. Cualquier
ruido, abajo sonará multiplicado por diez.
Eso le había dicho el indio, que conocía perfectamente las
cualidades acústicas de aquellas construcciones diseñadas para transportar la
voz de los sacerdotes, desde lo alto hasta los fieles congregados en la base de
la pirámide, durante sus invocaciones a los dioses junto a la piedra de
sacrificios.
El templo que había en la cima era rectangular, sin ventanas, y
con tres puertas abiertas; una grande en el centro y dos más pequeñas a los
lados, todas en la misma cara y frente a la empinada escalera que descendía
hasta el suelo. Martín miró hacia abajo. La altura le pareció inferior a la del
Templo Mayor de Tenochtitlan, pero la detallada factura y la perfección en el
corte y encaje de las piedras era muy superior, como si aquel otro hubiera sido
levantado por aprendices de quienes construyeron éste. Antes de entrar,
siguiendo al indio, pasó la mano por la piedra pulida y le sorprendió su
frialdad después de haber estado todo el día bajo el sol.
Dentro del templo se encontraron con una oscuridad casi absoluta.
Además, olía a una mezcla de incienso, flores y otro aroma acre y denso que los
españoles no supieron identificar. Sebastián sacó pedernal y yesca seca, y
encendió un par de antorchas hechas con troncos y trapos untados con grasa. A
la luz de las teas se desveló el impresionante interior: el techo era muy alto,
primorosamente pintado y apuntalado por vigas de madera de las que colgaban
cortinones fabricados con telas de vivos colores y rematados de plumas; el
suelo estaba cubierto de pétalos de flores, y las paredes talladas con extraños
signos e imágenes de animales como ranas, serpientes o aves. Al aproximarse a
la pared del fondo, semioculta por los cortinones, apareció una escultura en
piedra sobre un alto pedestal. Curioso, Martín acercó la antorcha. La luz
anaranjada del fuego, y las duras y oscilantes sombras que creó, acentuaron el
carácter amenazador de aquel tótem.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Sebastián, desdeñoso.
—Pakula, nuestro dios supremo —contestó Iwaka, con voz queda,
antes de hacer una reverencia.
—¿Pakula? Pues es feo de cojones —se mofó el de Triana.
Su hermano herido esbozó una sonrisa que terminó en mueca
quejumbrosa de dolor.
—Vamos, es por aquí —indicó el indio, dirigiéndose hacia una
esquina de la amplia sala.
Los soldados lo siguieron hasta un hueco rectangular abierto en el
suelo. Al asomarse, la luz de las teas desveló unas estrechas escaleras que se
adentraban en las profundidades hasta perderse en la oscuridad.
Un vientecillo frío salía de su interior, transportando el aroma
acre que invadía el templo.
Nosotros iremos delante —dijo Sebastián—. Deja al indio en el
centro. No quiero sorpresas.
—Vale —aceptó Martín, echándose a un lado.
A duras penas, los hermanos Pacheco bajaron los peldaños hasta
desaparecer de la vista. Luego, los siguió el indio. Martín no creyó necesario
continuar sujetando la cuerda atada a su cuello y la soltó; no había a dónde
ir, y si tenía que llevar la antorcha, prefería tener una mano libre por si
tropezaba o necesitaba meterle mano a la toledana.
Se disponía a bajar cuando escuchó unos gemidos lastimeros a su
espalda. Al volverse, vio al poderoso alano recular y temblar de miedo.
—Venga, Berrueco.
El animal continuó sollozando sin obedecer, mientras olfateaba el
aire con la mirada esquiva de un cachorro asustado.
Martín entonces miró hacia abajo, donde la luz de la antorcha que
llevaba Sebastián ya sólo era un resplandor lejano engullido poco a poco en el
abismo de aquella pirámide. Por un instante dudó. Algo no iba bien. Conocía a
ese fiero perro, y jamás lo había visto temer a nada. Ni a hombres ni a
bestias.
—¡Vamos, joder! ¿Qué te pasa? —insistió, alargando la mano para
tirar de su collar.
Pero el animal gruñó, lanzándole una dentellada y escapando
corriendo por la puerta del templo.
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