EL ENIGMA DEL NAVEGANTE
y papel 30 junio de 2021.
A continuación podrás leer la
sinopsis y el primer capítulo del libro.
Longitud el libro: 527 páginas
SINOPSIS
El hallazgo de un antiguo informe secreto llevará a la periodista Carla Neri a iniciar una investigación que podría conducir al descubrimiento del siglo: la confirmación de uno de los mitos más extraordinarios del Antiguo Testamento. A partir de ese momento, el lector acompañará a la periodista —junto a un hacker y a un arqueólogo bíblico— en un viaje repleto de enigmas, acechantes peligros e impactantes revelaciones sobre la Humanidad. Un viaje que tendrá como fin la búsqueda de la verdad, por muy terrible que esta sea.
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PRIMER CAPÍTULO
En algún lugar de
Europa oriental.
IV milenio a. C.
En los albores de la
Edad del Bronce.
La tarde caía sobre el campo de batalla. Las cabañas
de adobe ardían y el humo ascendía hacia el cielo, retorcido por un viento
suave y cálido que secaba la sangre que manchaba la tierra. El silencio había
seguido al ruido del metal contra el metal, a los gritos producidos durante el
fragor del combate, al dolor y a la muerte. Un silencio solo roto por el sonido
sordo de las pisadas de los vencedores entre los cadáveres y por los lamentos
de los heridos a la espera de ser rematados.
La masacre no
había terminado aún. La victoria total requería un último acto de brutalidad.
El enemigo debía ser aniquilado en su totalidad. Incluidos los niños, que
aterrados en brazos de sus madres aguardaban su final. La clave era esa, y
luego quedarse con sus cosechas, con sus tierras, con su ganado... Y con su
futuro. A las mujeres jóvenes y fértiles se les perdonaría la vida a cambio de
que fuesen dóciles y estuvieran dispuestas a convertirse en esposas de los
vencedores. Nuevos hijos les harían olvidar a los antiguos. Siempre había sido
así, y seguiría siéndolo. La barbarie funcionaba. El mundo que el hombre estaba
creando era simple y despiadado como la propia naturaleza.
Utha escuchó un ruido a su derecha. Un gorjeo
viscoso y agónico. Pasó por encima de varios cadáveres hasta que dio con el
herido. Se encontraba caído de espaldas, con los brazos en cruz y las piernas
en una postura extraña. Se trataba de un joven lampiño cuyos ojos miraban al
cielo, fijos, vacíos, mientras movía los labios como queriendo hablar. Bajo su
cabeza se había formado un charco de sangre provocado por la terrible herida de
su frente, a través de la cual se distinguía el cráneo abierto y el rosado
color de su cerebro machacado. El guerrero levantó su lanza y, con un preciso y
contundente golpe, su punta de bronce atravesó el corazón del moribundo,
acabando definitivamente con su sufrimiento.
Los muertos en la batalla fueron muchos, en uno y
otro bando, pero siempre hay un vencedor. Y aquel día les había tocado ganar a
ellos. A su clan. A su tribu. A su pueblo. Algo que sería bueno para él y su
familia. Prosperidad y seguridad durante algún tiempo. Tal vez el suficiente
para que su hijo creciera y se hiciera un hombre. Quizá, incluso, para poder
disfrutar de los nietos que le diera y envejecer junto a su mujer sin tener que
volver a luchar.
Eso pensaba Utha. O deseaba más bien, ya que jamás
había conocido un período de paz tan largo. Ni él ni su padre. Ni el padre de
su padre. Ni el padre del padre de su padre. Hasta el momento su pueblo había
sido el más fuerte, creciendo en número, perfeccionando sus armas y adiestrando
a sus guerreros para el combate, para el exterminio total. Una crueldad que
sería perdonada por sus dioses, siempre y cuando les honraran por la victoria
en un ritual tan antiguo que se perdía en las nieblas del tiempo. «Los
sacrificios son necesarios —había escuchado decir a sus sacerdotes desde que
tenía memoria—, ya que la sangre humana alimenta a nuestras divinidades, y
ellas jamás están saciadas».
A lo lejos, junto a la cabaña donde esperaban las
mujeres y los niños, sentados en el suelo y vigilados de cerca por un grupo de
soldados, se encontraban los prisioneros. Media docena, según contó Utha.
Algunos cubiertos de sangre, con heridas superficiales, lo suficientemente
sanos como para ser dignos de la ofrenda que se llevaría a cabo en la próxima
luna llena, en el interior de una cueva sagrada, a la luz de las llamas y
oficiada por el sumo sacerdote como mandaba su religión.
Él ya había asistido a varios sacrificios de sangre,
tantos como batallas había librado. Jamás olvidaría el primero, cuando no era
más que un joven no mayor que el que acababa de rematar. Le impresionó. Aún
recordaba el olor de la grasa ardiendo en las antorchas, las grandilocuentes
palabras reverberando contra las paredes de roca, la magnificencia del momento, su magia...
Allí fue consciente de que existía algo mucho más poderoso que ellos; percibió
claramente que sobre los hombres, los cielos, los mares y todas las criaturas
que habitaban la tierra, gobernaba un poder infinito controlado por dioses. Una
fuerza capaz de dar la vida, o quitarla a capricho, con la facilidad de un
soplido. Tampoco olvidaría la impiedad que presenció en aquella cueva, en aquel lugar cercano al inframundo, ni los desgarradores
gritos de los pobres desgraciados que, uno a uno, entregaban su sangre a los
dioses.
—Vosotros tenéis más suerte —dijo entre dientes, al tiempo que lanceaba a
otro herido que se arrastraba por la arena con las tripas colgando—. La muerte
de vuestros amigos no será tan rápida, ni tan clemente.
El anochecer llegó. A la luz de la luna y ayudados
por teas, Utha y algunos guerreros más siguieron buscando, meticulosos, entre
los cuerpos amontonados en el suelo a quienes todavía respiraban, y apartando a
sus muertos para darles un entierro digno. El resto de los cadáveres quedaría
allí, a merced del abrasador sol que resecaría la poca carne que las alimañas
dejaran sobre los huesos antes de que la arena del desierto los cubriera para
siempre.
A la mañana siguiente el diezmado ejército vencedor
inició la partida. Con ellos llevaban animales de labor y todo cuanto pudieron
cargar en sus carros; principalmente comida, oro y armas arrebatadas a sus
enemigos. Las mujeres, sumidas en un llanto sin consuelo, cerraban la comitiva
atadas a la montura de un caballo mediante una larga cuerda, en fila,
arrastrando los pies en un estéril intento por resistirse a su futuro destino.
Alguna ya lo había hecho, pagándolo con su vida, al ver cómo degollaban a sus
hijos. Dar ejemplo era importante, «el terror es el mejor aliado de la
docilidad», como solía decir el comandante en jefe.
Tras atravesar un estrecho desfiladero, con el sol
en el cenit, llegaron al río; este serpenteaba por riscos y rocas enormes,
corriendo veloz entre saltos de agua, rugiendo sin cesar y levantando columnas
de agua pulverizada que nublaban el paisaje igual que si de humo se tratara. La
agotada y sedienta caravana hizo un alto en un remanso para beber y
refrescarse. También atendieron a sus heridos y comieron a la sombra de las
palmeras que crecían en la orilla.
Utha se mantuvo distante de sus compañeros, que todavía
celebraban la victoria bebiendo cerveza caliente, bailando y cantando. Los
solteros se acercaron a las mujeres con ojos lúbricos, sabiendo que ellos
serían los primeros en elegir. Un grupo de casados también lo hizo, soñando con
que quedara alguna guapa para ampliar su harén. Utha no estaba entre ellos.
Amaba a su mujer, le bastaba con ella, y así seguiría a menos que le ordenaran
lo contrario.
A mediodía habían recorrido un tercio del camino.
Seguir el curso del río les garantizaba agua y sombra, aunque alargaba la ruta
casi al doble. Cuando atacaron no tuvieron más remedio que atravesar el
desierto, avanzando de noche y descansando de día, a fin de evitar los puestos
de vigilancia apostados en la rivera del caudaloso río. Ahora ya no era necesario, no tenían prisa ni
enemigos, y lo importante era llegar a la ciudad lo más frescos posibles.
Cuando estuvieran cerca, su comandante enviaría a un emisario a caballo con
objeto de informar de su llegada, y que el pueblo y los dignatarios estuvieran
preparados para recibirlos con el agasajo y los honores que se merecían. Un
baño de multitudes que restañaría las heridas y disiparía las imágenes de la
lucha, de la masacre, de la injusticia. El vencedor cuenta la historia y
siempre queda justificado. Al menos, eso les sucedería a la mayoría de aquellos
soldados. No a Utha, que no olvidaría tan pronto y tendría pesadillas durante
días, quizá semanas, despertándose por la noche empapado en sudor, con la
náusea asomada a su garganta, torturado por los recuerdos. Jamás lo
reconocería, sería un signo de debilidad que no podía permitirse. Ni siquiera
con su mujer. Ella era inteligente y sensible, y sufriría si supiera que tras
cada batalla, su marido, moría un poco más cada vez. Tenía que mantenerse
firme, impasible, duro igual que una roca, como se esperaba de un buen soldado.
De un hombre. No podía flaquear. Por él. Por ella. Por su hijo, al que debía
criar fuerte para que sobreviviera en aquel mundo cruel y despiadado donde no
existía lugar para la flaqueza ni la compasión.
Al caer la noche montaron el campamento sobre una alfombra de fresco y verde pasto
que el limo del río había alimentado. Fogatas aquí y allí, donde se cocinaba
carne recién sacrificada, inundaron el desierto de una luz rojiza y danzarina.
Una luz insuficiente para alcanzar el cielo despejado de nubes y ocultar el
piélago de estrellas que los observaban.
Utha no comió mucho y, aprovechando que su capitán
lo eximía de hacer guardia, se alejó del bullicio de sus compañeros de armas, y
de los mosquitos que revoloteaban a la orilla del río, en busca de un lugar
tranquilo. Cuando encontró una roca que todavía guardaba el calor del día, se
envolvió en su manta de lana y se quedó dormido de puro agotamiento. Un sueño
profundo, sin interrupción, ausente de imágenes y de sonidos. Una bendición de
la que casi nunca gozaba.
Al amanecer del tercer día apareció en el horizonte
el perfil de su ciudad; la única que poseía algunos edificios de piedra, la más
grande y poderosa de aquellas tierras, que era como decir del mundo entero.
Enseguida, un jinete partió al galope para anunciar la llegada del triunfante
ejército. Nada quedaría al azar ni a la improvisación. Antes se asearían,
limpiarían sus corazas de cuero, lustrarían sus armas y cepillarían a sus
caballos para que lucieran hermosos e imponentes. Los prisioneros se colocarían
en el centro, encadenados, bien a la vista para que el pueblo llano los
insultara y los escupiera a su paso; después caminarían las mujeres y, tras
ellas, los animales capturados y los carros cargados con el suculento botín de
guerra. La puesta en escena era fundamental, de ahí que los heridos, la mayoría
mutilados a los que les faltaban ojos, piernas y brazos, deberían esperar a las
afueras de la ciudad, hasta que el victorioso desfile terminara y la
muchedumbre se marchara a sus casas. Esa cara de la guerra no convenía ser
mostrada. Solo sus familiares, que tendrían que cuidar a tullidos de por vida,
maldecirían por lo bajo mientras en las calles aún resonaría el eco de los
vítores. Igual harían aquellas mujeres e hijos que jamás volverían a ver a sus
maridos y padres, obligados a trabajar sus campos y a cuidar de sus animales
sin la ayuda de sus fuertes brazos; abocados, en muchos casos, a la miseria y
el abandono. De
todo aquello jamás se hablaría. Todos callarían, prudentes, no fueran a
señalarlos como traidores y cobardes. La guerra era útil para los poderosos,
que veían aumentadas sus riquezas con cada victoria; para el pueblo, migajas y
dolor, y el orgullo pasajero de creerse afortunados por pertenecer a los
ganadores.
Después de atravesar la ciudad, el ejército se detuvo frente al gran palacio de su rey, quien, acompañado de sus
sacerdotes y consejeros, pronunció un encendido discurso populista y vacío,
pero tremendamente efectivo, que arrancó vítores en un pueblo cegado por el oro
que los soldados descargaban de los carros para poner a los pies de su monarca.
Oro del que solo verían su brillo.
Una vez terminó la ofrenda, el ejército se disolvió.
Salvo unos pocos soldados profesionales que regresaron a su cuartel, el resto
eran campesinos, ganaderos o artesanos que volvieron a su vida civil. Algunos a
sus casas, con sus familias; la mayoría a celebrar que seguían vivos y de una
pieza en los burdeles que salpicaban los arrabales, ebrios de vino y de mujeres,
hasta caer rendidos y sin conciencia entre sábanas con olor a sudor y a
lujuria.
Utha no fue uno de ellos. Repentinamente feliz
aceleró el paso hasta perderse por las callejuelas polvorientas que llevaban a
su casa, ajeno por completo a la muchedumbre que lo aclamaba y tocaba como si
de un héroe se tratase. Añoraba tanto volver a su hogar, abrazar a su hijo y
besar los dulces labios de su esposa que, de pronto, se olvidó del cansancio,
del dolor de sus músculos castigados por el esfuerzo y los golpes del combate,
y del horror de la guerra. Había vuelto sin un rasguño, y podría seguir cultivando
su pequeño pedazo de tierra y disfrutando de su familia. El resto era pasado.
El futuro ya se vería. El presente era lo más valioso que poseía.
Fuera de la muralla que rodeaba la ciudad, entre el
río y el desierto, se encontraba su humilde morada. Cuatro paredes de adobe con
techo de paja, un pozo y un diminuto cercado donde criaba gallinas y conejos.
También tenía un cobertizo de madera donde guardaba los aperos de labranza y la
cosecha una vez recogida.
El disco solar comenzaba a ocultarse en la línea
infinita del horizonte. La luz anaranjada iluminaba las paredes de barro de la
casa y a la mujer que, apoyada en la jamba de la puerta, retorcía nerviosa la
tela de su vestido. Se trataba de Anat, su esposa, bella y delicada como una
flor. También estaba su hijo Enuk,
sentado en el suelo, a los pies de su madre, dibujando con un palo en la
tierra hasta que levantó la cabeza y lo reconoció al contraluz del atardecer.
De un salto se levantó y corrió hacia él profiriendo gritos de alegría. Utha
dejó caer sus armas y su hatillo y se preparó para recibirlo con los brazos
abiertos.
—¡Papá! ¡Papá! ¡Ya has venido! —oyó decir a su hijo
mientras lo apretaba contra su pecho.
Lo besó una y mil veces, y giró con él jugando como
cuando era un bebé. Aunque ya no lo era.
—Ya no puedo contigo. Eres casi un hombre —le dijo
orgulloso.
—Sí, pronto podré acompañarte a luchar. ¿Verdad
papá?
Utha miró de reojo a su mujer. En su rostro
reconoció el conflicto: la alegría de tenerlo de nuevo, vivo y sano, y la
tristeza de imaginar el día en que tuviera que ver a su hijo partir hacia la
batalla.
—Bueno... —titubeó Utha—. Aún debes crecer mucho más
para eso —terminó diciéndole.
—Escuché las celebraciones desde aquí porque mamá no
quiso ir a la ciudad —dijo Enuk, afligido, haciendo un mohín.
—Ya.
—Me hubiera gustado verte desfilar, como los otros
niños a sus padres. Pero mamá...
Utha acarició su cabeza y volvió a mirar a Anat. Sus
grandes ojos oscuros estaban enrojecidos por el llanto pasado, y las ojeras
hablaban de noches en vela y sufrimiento.
Bien sabía él que muchos padres jamás regresaban del
campo de batalla, y que otros lo hacían
lisiados de por vida. Y Anat también, por supuesto, pero ¿cómo explicarle eso a
un niño que sueña con la gloria y cree que la guerra es un juego?
Otras madres acudían con sus hijos al desfile. Utha
veía sus rostros macilentos, y sus ojos nerviosos buscando entre las filas de
soldados a sus maridos. Algunas incluso con recién nacidos en sus brazos o a
punto de parir. Cada cual vive su angustia de una manera. Anat nunca había ido.
Prefería quedarse en casa, aguardando a que se acallaran los vítores que
traspasaban la muralla, allí, donde estaba, apoyada la espalda contra la
puerta, mirando al horizonte donde aparecería su hombre. O no.
Ni siquiera lo besó. Miró a Utha con labios
temblorosos y luego se metió dentro de la casa. Desde allí llamó a su hijo.
—Vamos, Enuk, la cena está preparada y tu padre
tendrá hambre —se le oyó decir, con una voz firme y autoritaria que ocultaba
una profunda alegría.
Durante la cena, su hijo insistió en que le contara
detalles sobre la batalla: cuántos eran los enemigos, cómo eran sus armas, cómo
había sido la lucha... Utha le contestaba con evasivas, o monosílabos cuando no
tenía más remedio, hasta que Enuk quiso saber a cuántos había matado. Entonces
Anat, que había manteniendo un silencio tenso, intervino.
—Calla y come —le dijo, evitando la mirada de su
marido—. No se habla de la muerte en la mesa.
Por la noche, en el lecho, cuando su hijo dormía, se
entregó sin palabras a Utha; con desesperación, en un acto de amor y sexo que
nacía desde lo más hondo de su ser. Un acto incontenible, liberador..., y
profundamente triste. Agotada tras el encuentro, lloró.
A la luz azulada de la luna que entraba por el
ventanuco, Utha observó su cuerpo sudoroso vuelto de espaldas. El perfil de sus
nalgas, de su espalda, el hueco de su cuello, su pelo negro...
Él sabía luchar y cultivar la tierra, no consolar. Nadie
le había educado para eso. De ahí que callara y la dejara desahogarse sin decir
nada. Esperó hasta que notó que su llanto se sofocaba y, entonces, se decidió a
hablar. No era el momento, pero ¿cuál lo sería? Mejor así, en la semioscuridad
de la noche, sin ver su bello rostro contrariado, ni sus ojos entornarse por el
disgusto y el reproche cautivo.
—En una semana habrá luna llena —empezó diciendo,
aportando a su voz una seguridad que no tenía—. Enuk vendrá conmigo a la cueva.
Silencio. Él continuó.
—Ya lo hemos retrasado demasiado. Pronto cumplirá
los diez años. La gente habla. Es el momento de que presencie el rito, de que
forme parte de la comunidad y conozca nuestra religión.
Anat dio un respingo.
—Todo es mentira, y lo sabes —gruñó entre dientes,
sin volverse.
De nuevo, Utha calló. Y continuó en silencio hasta
que le venció el sueño y se durmió.
A su lado, su mujer, no pudo hacerlo.
Durante toda la semana, Anat estuvo distante,
ocupándose de la casa, de su hijo y ayudando en el campo, aunque silente y con
el gesto grave. Utha no volvió a hablar del tema. Al llegar el día señalado
vistió a Enak con sus mejores ropas y, al caer la noche, abrigados con capas y
alumbrados por un candil de aceite, padre e hijo abandonaron la casa.
A mitad de camino de la formación rocosa que se elevaba en mitad del
desierto, donde se encontraba la cueva sagrada, Utha se dirigió a su hijo.
—La ceremonia que vas a presenciar no la olvidarás jamás —le dijo,
prudente.
—Lo estoy deseando —respondió el niño, sin poder contener su
entusiasmo.
Utha dudó.
—No será fácil —terminó diciendo—. Habrá sacrificios. Algunos hombres
morirán de una forma horrible.
Enuk caminó unos pasos en silencio. Luego habló.
—¿Hombres malos?
—Enemigos.
—Si son enemigos, lo soportaré.
—No será fácil —repitió Utha, agarrándole de la mano al ver un
resplandor de luz a lo lejos.
Situados a ambos lados de la entrada a la caverna, había sendos
pebeteros de piedra donde ardía aceite. Una muchedumbre se congregaba en la
puerta, custodiada por guardias armados. Utha saludó a vecinos y amigos, que lo
felicitaron al ver que iba acompañado por su hijo. Enuk, henchido de orgullo,
sonreía sin parar.
El tañido de unos tambores, seguido del prolongado y oscuro sonido de
un cuerno, salieron de la cueva haciendo que los allí presentes enmudecieran de
inmediato.
En perfecto orden, los asistentes a la ceremonia
fueron entrando. Primero atravesaron un largo y serpenteante pasillo que los
obligó a ir de dos en dos. En pequeños huecos excavados en las paredes había
palmatorias que iluminaban el camino. El olor a grasa quemada era muy intenso,
y se mezclaba con el desprendido por las plantas aromáticas que alfombraban el
suelo. Al final, salieron a una gran sala de cuyo techo colgaban rocas
puntiagudas que rezumaban agua. Hombres con túnicas fueron colocando a los
asistentes en semicírculo, en torno a una especie de altar construido en madera
que se levantaba al fondo de la estancia. Pebeteros de piedra y antorchas
adosadas por el perímetro, y a distinta altura, alumbraban lo bastante para ver
en el interior; sin embargo, determinadas zonas quedaban a oscuras, confiriendo
al conjunto un aire de solemnidad y misterio realmente sobrecogedor. Los
tambores y los cuernos habían cesado, y solo se escuchaba el leve murmullo de
los presentes y el tintineo de las gotas de agua al caer sobre los charcos
formados en el suelo. Cuando todos estuvieron en su sitio y el silencio fue
absoluto, los sacerdotes se dirigieron al altar, subieron por la escalera y se
situaron uno al lado del otro con los ojos cerrados y las cabezas levantadas
hacia el techo. Eran seis. Todos hombres y de edades semejantes. Ningún viejo.
Más bien jóvenes y fornidos. Lo adecuado para aquella ceremonia tan especial
que solo se celebraba en contadas ocasiones.
Enuk, agarrado a la mano de su padre, observaba con
la boca medio abierta, fascinado por aquel entorno arrobador y enigmático.
A un lado del altar había situado un poste del que colgaban cadenas. Intrigado, el
niño estuvo a punto de preguntarle a su padre, pero no se atrevió a romper el
mutismo sepulcral que envolvía la gruta y se limitó a seguir mirando sin perder
detalle de lo que allí acontecía.
De repente, un redoble de tambores —más grave y
pronunciado que el realizado para llamar a los asistentes— anunció la llegada
del sumo sacerdote. Un hombre tan poderoso como el propio rey; en algunas
cuestiones, incluso más. De ahí que el monarca evitara en lo posible coincidir
con él en aquellas celebraciones donde el protagonismo era exclusivamente de la
religión, y dejara los encuentros con el máximo representante de su fe para las
ocasiones en las que el poder se inclinaba claramente de su parte.
Vestido con una túnica blanca con ribetes morados
cuajados de ricos bordados en oro, el hombre santo salió de las sombras y subió
parsimonioso los peldaños de madera hasta situarse en el centro del tabernáculo,
con sus súbditos a la espalda. Era alto y delgado, con pelo y barba largos y
blanquecinos. Sus ojos, ensombrecidos por unas pobladas cejas oscuras,
aportaban a su rostro enjuto el complemento esotérico perfecto. En un momento dado, levantó los
brazos y los tambores enmudecieron. Un humo denso comenzó a surgir entonces de
lo más profundo de la cueva, avanzando a ras de suelo hasta invadir a los
asistentes y envolverlos en una neblina amarillenta
con olor a madera resinosa y especias. El humo continuó invadiendo la gran sala
hasta crear un velo compacto por debajo de las rodillas de los fieles. Justo en
ese momento, el sumo sacerdote comenzó a hablar.
—Así nos encontrábamos antes de que los dioses nos
indicaran el camino —dijo con una voz rotunda y cavernosa—. Sumidos en un mundo
caótico donde la tierra se confundía con el cielo y nada era como tenía que
ser. Pero fuimos elegidos, bendecidos por ellos, y el hombre empezó a ver en la
oscuridad, a entender la naturaleza, a dominarla. Demos gracias por ello.
¡Gracias! ¡Gracias!
¡Gracias!
Repitieron los fieles con una sola voz que retumbó
en las paredes de piedra.
Enuk los imitó mientras notaba cómo se le erizaban
los pelos de la nuca de pura emoción.
—La mayoría de vosotros ya conocéis las palabras de
los dioses, y habéis sentido su fuerza y magnificencia —prosiguió el sumo
sacerdote—. Hoy podréis disfrutar de
nuevo de ellas junto a aquellos que las escucharán por primera vez. Un regalo
de incalculable valor concedido a nuestro pueblo, el elegido para salvarse, y
que vosotros debéis recoger en vuestro corazón como antes lo hicieran nuestros
antepasados desde el comienzo de los tiempos.
Hizo un mutis dramático antes de continuar.
—Con esas palabras divinas se explica la creación
del mundo y del hombre, y nos marcan un sendero, una dirección recta que
debemos seguir sin titubeos. De lo contrario ofenderíamos a los dioses, que
confiaron en nuestro pueblo al hacernos depositarios de su sabiduría, y su ira
caería irremisiblemente sobre nosotros.
De nuevo elevó los brazos hacia arriba, con
vehemencia, apretando los puños al tiempo que un redoble de tambores invisibles
acompañaba al gesto amenazador.
—¿Queréis eso? —preguntó, clavando su intensa y sombría
mirada en los asistentes—. ¿Queréis que desoigamos sus palabras?
¡No! ¡No! ¡No!
Gritaron todos al unísono.
—Porque si es así, si nuestro pueblo se desvía o
consiente que uno solo de sus súbditos lo haga, sufriremos la cólera infinita
de los dioses, y dejaremos de ser los elegidos —concluyó sentencioso.
Dicho esto, el sumo sacerdote hizo un leve gesto con
la cabeza, asintiendo, y dos de los acólitos desaparecieron del altar para
reaparecer, pocos segundos después, acarreando un pesado baúl de madera que
dejaron a los pies del hombre santo. Este, reverencial, lo abrió y extrajo de
él una tablilla de arcilla cocida que mostró a la concurrencia.
Un leve murmullo se produjo en ese instante. El
anciano esperó a que se acallara para continuar.
—La escritura de los dioses —dijo girando la
tablilla para mostrar los extraños signos que en ella había grabados—. La que
nos enseñaron como un regalo único, para disipar con ella la confusión y el
desorden, y dictarnos unas normas justas y beneficiosas. Muchas tablillas como
esta componen la guía. La sagrada guía que debe seguir nuestro pueblo si no
desea perecer como antes lo hicieran otros. Y ahora escuchad el relato, y
recibid la gracia que se os concede con la humildad y el respeto que semejante
acto divino merece.
Uno de los ayudantes se acercó al sumo sacerdote con
una antorcha para iluminar la tablilla, y este comenzó a leer.
—«Al principio de los tiempos no había nada, solo
oscuridad, frío y desolación. Hasta que los dioses decidieron crear el mundo y
con él al hombre, a los animales y a las plantas, y disipar el caos en el que
todo estaba sumido».
Enuk siguió la historia con una atención absoluta,
seducido por aquella solemnidad cargada de emoción y misterio que envolvía la
gruta. Jamás antes había escuchado nada semejante: la crónica de la creación
contada por los mismísimos dioses. Y mucho más. A medida que el sumo sacerdote
terminaba de leer una tablilla, uno de sus ayudantes se ocupaba de
proporcionarle otra nueva; y, de esta forma, la narración plasmada en signos
iba siendo leída por aquel anciano investido de santidad.
A Utha entonces le vino a la cabeza las palabras que
su mujer le había dicho aquella noche, hacía una semana, cuando en la cama
soltó de mala manera: «Todo es mentira, y
lo sabes». Palabras que ya había escuchado de su boca más de una vez.
Siempre entre dientes, evitando mirarle. Siempre en relación a las creencias y
dictámenes de una religión con la que estaba profundamente en desacuerdo. Lo
respetaba, era una esposa abnegada y obediente como mandaban las costumbres
ancestrales de su pueblo, aunque a ratos su viva inteligencia, su fuerte
carácter y una personalidad reflexiva hacían que se olvidara de su posición en aquella sociedad y dejara escapar sus opiniones.
Afortunadamente, y por el bien de su vida y de su familia, nunca fuera de las
cuatro paredes de su casa.
Utha se lo toleraba porque la amaba, quizá por ser así, cosa que jamás
le diría. Y también, porque en el fondo de su alma compartía esa misma duda. ¿Les estarían contando la verdad, o solo se trataba de un
engaño? ¿Decían esas tablillas aquello, o era una simple invención, un relato
que convenía a los poderosos para mantener al pueblo sumiso y temeroso de los
dioses? Una cuestión estaba clara, esos signos enseñados por los dioses a sus
antepasados, esa extraña escritura, después de tanto tiempo continuaba siendo
ilegible para la inmensa mayoría de los habitantes de su pueblo. Es verdad que
les enseñaban a manejar la caña en forma de cuña para grabar en tablillas de
barro fresco anotaciones contables que representaban ganado, frutas, cereales o
jarras de aceite o vino, pero poco más. Sacerdotes, y escribas encargados de
relatar las vidas y obras de los monarcas y los hombres santos, eran los únicos
capaces de entender en su totalidad la escritura de los dioses; y solo el sumo
sacerdote el destinado a leer las Sagradas Escrituras. Aunque no siempre. En
una ocasión, hacía muchísimo tiempo, el sumo sacerdote que entonces mandaba,
encargó a un escriba realizar una copia de esas Sagradas Escrituras en
precaución a un posible desastre natural. Y aunque no tenía lengua (a todos los
alumnos se les mutilaba de esa manera antes de iniciarse en los estudios de la
escritura), logró transmitir el relato original a sus hijos. Y estos a los
suyos. Y así sucesivamente hasta el momento en el que se encontraban. De ahí
que Anat pronunciara aquellas palabras: «Todo
es mentira, y lo sabes», ya que aquel escriba era su tatarabuelo, y conocía
la verdad. Y él también. Pero ¿qué podía hacer? ¿De qué le serviría saber que
no eran varios dioses sino uno solo, y que este viajaba por tierra, mar y aire
montado en su inmenso carro guiando a los hombres, a todos, y no únicamente a
su pueblo, hacia una salvación de la que cada vez se alejaban más? Él era un
simple campesino obligado a acatar las órdenes de los poderosos, limitado a
rogar porque ese dios benévolo que despreciaba la violencia se apiadara de
todos ellos.
El sumo sacerdote, tras leer la última de las
tablillas, elevó la vista hacia el techo. Inmediatamente comenzaron a sonar de
nuevo los tambores. Esta vez con un ritmo rotundo y rápido, semejante al usado al entrar en
combate. Prestos, cuatro de los ayudantes desaparecieron en el fondo oscuro de
la caverna para reaparecer, instantes después, trayendo consigo a uno de los
prisioneros. El hombre estaba enjuto y demacrado, y
trastabillaba al andar a punto de caerse. Sin miramientos, lo desnudaron y
ataron sus manos a la cadena que pendía del poste de madera; a continuación,
tiraron de ella, el pobre desgraciado quedó suspendido en el aire.
Utha notó que su hijo se revolvía, inquieto.
—¿Es ese nuestro enemigo? ¿El hombre malo? —le
preguntó por fin, en susurros, poniéndose de puntillas para acercarse lo más
posible al oído de su padre.
—Sí —contestó lacónico Utha, preocupado por lo que
vendría a continuación.
—Seré fuerte —dijo el niño, con un leve temblor en
la voz—. Debo ser un hombre.
Utha calló mientras veía cómo el sumo sacerdote
cogía del baúl donde se guardaban las tablillas un cuchillo de grandes
dimensiones y se acercaba al prisionero que colgaba con la cabeza vencida.
Entonces, apoyó la mano en el hombro de su hijo.
—Si quieres, puedes cerrar los ojos —le dijo,
inclinándose un poco para que nadie más le oyera—. Yo lo hice la primera vez.
—Lo soportaré —contestó Enuk, sin mucha convicción.
En el altar, el sumo sacerdote trazó una serie de
dibujos en el aire con el cuchillo, como si escribiera, y luego apoyó la hoja
en la clavícula izquierda del reo y practicó un corte preciso y profundo hasta
la clavícula derecha; después realizó otro corte desde el centro, atravesando
el pecho hasta terminar en los genitales. La sangre comenzó a manar, manchando
la tarima de madera. Enseguida, un ayudante trajo un barreño de cobre y lo
colocó debajo del reo para recoger la abundante sangre y los intestinos que
comenzaban a salir. Las heridas eran terribles aunque no mortales, ya que su
finalidad no era esa.
Lo peor venía a continuación.
Con decisión y destreza, otros dos ayudantes
clavaron sendos ganchos a la carne y comenzaron a estirar despegando la piel de
los músculos, desollándolo igual que a un cordero.
Los alaridos del pobre infeliz eran desgarradores,
prueba de un tormento inigualable, nada parecido a lo que Enuk hubiera
escuchado en su vida. Los cerdos chillaban cuando eran degollados, pero su
sufrimiento terminaba pronto. Aquel hombre, sin embargo, estaba siendo
despellejado con maestría para que durara vivo el mayor tiempo posible. A duras
penas mantuvo los ojos abiertos, ya por completo empañados en lágrimas. Cuando
el sumo sacerdote se dispuso a descarnar la cabeza del reo, Utha atrajo a su
hijo con disimulo y le ocultó la cara tras su manto. El pequeño se dejó, dócil,
a punto de desfallecer.
Una vez murió el prisionero, y la última gota de su
sangre abandonó su cuerpo, trajeron a otro. Y luego a otro más. Y a otro... En
un espectáculo bárbaro y espantoso que justificaba una civilización enferma apoyada
en una religión decadente e hipócrita.
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