ESPÉCIMEN 8
y papel 1 junio de 2022.
A continuación podrás leer la
sinopsis y el primer capítulo del libro.
Longitud el libro: 505 páginas
SINOPSIS
Situado en el estado de Montana, en un
lugar inaccesible oculto entre montañas,
se encuentra Safetyhouse, un edificio
abandonado durante años y transformado en laboratorios clandestinos.
Tras perder contacto con el personal
científico, y después de varios intentos infructuosos, la poderosa corporación
que financia las investigaciones enviará a un equipo especializado de
mercenarios para averiguar lo sucedido.
Y no tardarán en hacerlo.
Ni en comprender los aterradores
secretos que se esconden entre los muros de Safetyhouse.
Secretos que convertirán la misión de "evaluación y rescate" en una
desesperada lucha por la vida. La suya, y tal vez la del resto de la humanidad.
«Cuando me planteé esta
nueva historia, quise que tuviera algunos de los elementos que tanto aprecio en
una buena novela de evasión: un lugar misterioso y siniestro, un grupo de élite,
tecnología extrema, enigmáticos personajes, un poquito de ciencia ficción,
intriga... y acción, mucha acción. Me empleé a fondo para que no faltara de
nada, y que también disfrutara de un potente final. Espero haberlo conseguido».
El autor.
PRIMER CAPÍTULO
Montañas Köh-e
Mazär.
Sureste de Afganistán.
Año 2018.
Al amparo de la noche, una columna de vehículos
militares se desplazaba por la llanura desértica a baja velocidad. Un humvee abría la marcha. Lo seguían tres
camiones pesados, otros dos humvees y
un semiblindado de ocho ruedas, un Stryker, que cubría la retaguardia.
Cerca del camino de tierra por el que circulaban, a su izquierda, zigzagueaba
una formación rocosa aislada y de poca altura que, a vista de pájaro, recordaba
el inmenso cuerpo de un dinosaurio dormido.
El convoy se ralentizó aún más al tener que vadear
un pequeño río en cuyos márgenes crecían arbustos raquíticos, revitalizados
después de que el impenitente sol se ocultara para dejar paso al frescor y la
humedad de la noche.
Un grupo de hienas rayadas, que patrullaba su zona de
caza, observaron desde la distancia el paso de los vehículos. Inmóviles,
olfateando el aire en busca de amenazas, esperaron a que la líder, una hembra grande
y feroz a la que le faltaba una oreja, diera la orden de ponerse de nuevo en marcha.
Y eso hicieron en cuanto ella se movió; obedientes, machos, hembras y cachorros,
respetando la estricta jerarquía que establecía su eficaz orden social.
Los animales saben lo que es importante. Y los
salvajes, mucho más. El rastro de una presa. El momento de aparearse. La
protección de la prole. La cautela... Ser precavidos es fundamental. Les va la
vida en ello. Por eso los animales que bregan libres han aprendido a desconfiar
de los humanos, y a alejarse de ellos en cuanto los ven. También los del
desolado desierto, por supuesto. Lobos, zorros, chacales, perros salvajes y, cómo
no, las astutas hienas. Todos conocen esa premisa básica: desaparecer de la
vista del hombre, y volver sólo cuando el olor a carne pútrida les excita la
pituitaria.
Unaoreja, vieja e inteligente,
hizo caso a su instinto y a su memoria. Primero cobró distancia con el convoy.
Luego decidió seguirlo. Lo había vivido otras veces sin llegar a comprender, en
ocasiones, qué sucedía. Ese traqueteo incómodo que producen los disparos y las
luces cegadoras que acompañaban al ensordecedor sonido de las explosiones eran
un misterio para ella. Su mundo era otro. Sus luchas y sus guerras, también.
Gruñidos, dientes, garras y cuernos. Ese era todo el arsenal que conocía. Y no
era poco. Armas sencillas pero letales que cobraban víctimas sin producir
apenas ruido. Una dentellada, un zarpazo, una cornada en un mal sitio y listo.
La naturaleza es simple en su brutalidad. Una cabrona que informa de lo
importante a aquellos que entienden sus códigos ancestrales. Pero el hombre es nuevo en la tierra. Un
recién llegado que sigue sus propias reglas. De ahí el recelo y la confusión
que produce en los animales. Sin embargo hay algo que conocen bien de él, sobre
todo los depredadores: los gritos de dolor, los lamentos ahogados que preceden
a la muerte y, por tanto, a la comida. A un buen festín. La carne humana,
hubiera pensado Unaoreja de tener
raciocinio, no sabe tan mal cuando se consigue gratis.
Justo antes de salvar el perfil rocoso que cubría su flanco izquierdo, el capitán Miller comprobó la
posición en el GPS del humvee y, a
continuación, accionó la comunicación por radio.
—Nos acercamos al objetivo —dijo tras recorrer con
la lengua sus labios resecos—. Apaguen las luces y pasen a visión nocturna.
Iremos muy despacio. Mantengan la distancia de seguridad.
Consciente de la responsabilidad de ir en cabeza del
convoy, el soldado que conducía echó un último vistazo al terreno que
iluminaban los faros y después los apagó. Circuló unos segundos a ciegas, hasta
que logró ajustarse correctamente el visor que llevaba sujeto al casco.
Entonces el paisaje se volvió de color verde y negro, y una oleada de miedo lo
hizo estremecer.
No era su primera misión. A pesar de no haber
cumplido aún los veinticuatro, ya era todo un veterano. En los tres años que
llevaba destinado en Afganistán había sufrido dos emboscadas, participado en
una docena de misiones y recibido tres heridas de diversa gravedad. La peor, un
disparo a quemarropa de un AK-47 que le atravesó los dos muslos con la fortuna
de no afectar a arterias ni a huesos. Tres meses en casa y de vuelta al tedio
de la vida en los cuarteles. A las guardias infinitas. A las patrullas. Al eco
de los disparos rompiendo la monotonía. Al combate. Al caos. A la confusión. A
la sangre. A los enemigos caídos. A los compañeros caídos...
En aquel instante pensó en ellos. En sus ojos. En la
mirada vacía de los muertos. En lo fácil que sucede el tránsito cuando se está
en la guerra. La vida y la muerte. El todo y la nada.
—Atento, soldado —se quejó el capitán cuando el humvee golpeó de refilón una roca con el
parachoques—. Lo último que quiero es tener un accidente.
—Lo siento, señor, no volverá a pasar —contestó el
soldado, aturullado.
—En combate, no pensar te puede matar. Pensar
demasiado, también.
—Lo tendré en cuenta, señor.
Miller conocía a todos sus hombres. Sus caras. Sus
nombres. Sus historias... Formaba parte de su trabajo. Si sabes con quién
luchas es más fácil sobrevivir. Conocerlos, pero no demasiado. De esa forma es más sencillo mantener
el porte marcial en los entierros.
Con la mirada fija en el GPS, el capitán calculó la distancia que los
separaba del punto rojo destellante. Dos kilómetros, se dijo, a ritmo de tortuga
el trayecto se hará eterno.
Por fin, tras sortear una hondonada en el terreno,
avistó su destino. Lo había estudiado con detalle, mirando planos y fotos
aéreas, de ahí que reconociera al instante la modesta loma que les daría
cobertura.
—Atentos, hemos llegado —dijo lacónico por la radio.
Los vehículos, precisos, fueron aparcando al abrigo
de aquella elevación que, a través de los visores, se presentaba como un enorme
flan de color negro. En perfecto orden, igual que en una coreografía, los humvees, uno de los camiones —el que
llevaba cubierta de lona— y el blindado formaron un círculo defensivo. Los
otros dos camiones, con cajas metálicas, aparcaron a unos veinte metros, uno al
lado del otro.
—¿Por qué hacen eso? —verbalizó el soldado,
confundido.
—No pregunte —contestó el capitán Miller, abriendo
la puerta del vehículo para reunirse con el sargento Highway.
Del camión que formaba el círculo bajó un pelotón de
soldados que, de inmediato, tomaron posiciones parapetándose detrás de los
vehículos. Los ocupantes del blindado que cubría el flanco derecho continuaron
dentro, aferrados a las ametralladoras de gran calibre que portaban. De los humvees salieron ocho hombres. Siete se quedaron bajando cajas de la
parte trasera. El octavo se encaminó hacia el capitán y el sargento, que
esperaban con la mirada fija en el cielo despejado.
—Señor —dijo el soldado al llegar a su lado—. Todos
los hombres preparados. En unos minutos los morteros de 60 mm estarán montados
y la munición distribuida. ¿Cuál es la siguiente orden?
Miller bajó la cabeza y miró a Highway. La escasa
luz de la luna en cuarto menguante impedía ver a más de treinta metros, pero a
esa distancia fue capaz de reconocer perfectamente el gesto contrariado de su
subordinado.
—De momento, mantener la posición.
—Disculpe, señor, los hombres están nerviosos y les
gustaría saber si...
Miller levantó una mano y el soldado calló.
—Estamos en misión de escolta. A no ser que existan
complicaciones, no entraremos en combate.
—A la orden, señor —acabó diciendo el soldado, antes
de retirarse.
—Ya, escolta —musitó el sargento, girando
ligeramente la cabeza hacia los dos camiones aparcados.
Miller permaneció unos segundos en silencio,
observando al hombre alto y fornido que estaba a su lado. En comparación, él
parecía un alfeñique de rostro aniñado y pelo pajizo que no aparentaba los
treinta y cinco años que tenía. En eso también lo aventajaba el sargento, que
cumpliría los cuarenta y seis en quince días. En físico, en edad y en
experiencia en combate. Pero eso no era óbice para que el duro y veterano sargento
lo respetara. Llevaba más de cinco años sirviendo a sus órdenes, y había tenido
tiempo de sobra para comprobar que, aunque menudo y joven, no le faltaba buen
juicio y arrestos cuando era preciso.
También a Miller le gustaba Highway. El soldado que
todo oficial querría tener bajo su mando. Serio. Capaz. Valeroso y poco
hablador. Alguien en quien poder confiar, en definitiva, si las cosas se ponían
feas y las balas empezaban a silbar por encima de las cabezas.
—Escolta —repitió el sargento, ajustándose la correa
del fusil AR-15.
Cansado de disimular, Miller resopló y se cruzó de
brazos antes de hablar.
—¿Qué quiere que le diga? ¿Que esto me gusta tan
poco como a usted? Pues ya lo sabe. Pero somos soldados, y hacemos lo que nos
ordenan.
—Ya lo creo, señor. En eso no hay discusión. Hablaba
por hablar —dijo Highway, con una pizca de retintín.
El capitán descruzó los brazos, sobresaltado, al
escuchar abrirse las puertas de los camiones con caja metálica. Casi al tiempo,
los conductores de ambos vehículos salieron de las cabinas y se quedaron
apoyados en las puertas. A pesar de la distancia, pudo distinguir que llevaban
chaleco antibalas, casco y fusil. De la parte trasera de uno de los camiones bajaron
seis hombres más. Cinco armados y un civil, al que vio intercambiar unas
palabras con el resto antes de regresar a la parte trasera del camión.
—Raro, ¿verdad? —comentó el sargento, que tampoco
había perdido detalle.
—Raro —corroboró Miller.
No siempre, pero en muchas ocasiones, cuando estaban
a solas, los dos hombres dejaban a un lado los galones y mantenían
conversaciones distendidas.
—¿Conoce los detalles de la operación?
—Los justos. Las órdenes vienen de arriba —contestó
Miller—. Ni siquiera el coronel los conoce todos. Alto secreto.
—Vaya, qué honor.
—Alguien con la suficiente influencia ha conseguido
que un puñado de marines les hagan de niñeras —añadió Miller.
—Llevan seguridad privada. Y de la cara.
—Sí, demasiada seguridad.
Highway dudó.
Al final se atrevió a preguntar.
—¿Por qué tanta cautela?
Miller entornó los ojos como si le molestara un sol
inexistente.
—Tras esta loma hay una llanura hasta las montañas Köh-e Mazär.
—A un kilómetro, más o menos. Conozco la zona
—apostilló el sargento.
—Entonces sabrá que, a resguardo de esta elevación,
estamos fuera de la vista de cualquier centinela.
—¿Centinela?
—Apostados en las montañas. Según parece, al otro
lado hay un campamento de terroristas.
—¡Joder! —exclamó Highway—. ¿Grande?
—Bastante. Entre ciento cincuenta y doscientos
combatientes.
—¿Armas?
—AK-47, lanzagranadas RPG, morteros, ametralladoras
pesadas...
Con la boca entreabierta, el sargento se volvió
hacia el círculo defensivo donde sus exiguas tropas esperaban.
—¿Desde cuándo lo sabe el mando? —terminó
preguntando una vez fue capaz de contener la sorpresa.
—Hace un mes que ocuparon el pueblo y mataron a los
pocos habitantes que quedaban. Niños incluidos. Yo me enteré ayer.
—Un mes.
—El satélite los localizó. Enviaron un dron para confirmarlo y hacer fotos. A
los pocos minutos habían desaparecido dentro de la montaña.
—Cuevas —dijo Highway, con pesar.
—Usted estuvo en Tora Bora. Ni la madre de todas las
bombas consiguió sacarlos de allí.
—¿Talibanes?
—Estado Islámico. Los talibanes lo saben, pero no se
atreven a echarlos. El único acceso directo es a través de una quebrada que
atraviesa la montaña. Una ratonera.
—¿Y por los flancos?
—Verían a kilómetros de distancia a cualquier
enemigo que se aproximara. Además, en el supuesto de que usáramos apoyo aéreo,
después habría que entrar en los túneles. ¿Entiende lo que eso significa?
—Bajas.
—Sí. Y muchas. Algo que Estados Unidos no puede
permitirse. Los políticos, ya sabe, se cagan en los pantalones cuando ven
aviones llenos de féretros.
—La opinión pública.
—Claro, ¿qué otra cosa les preocupa?
Los dos hombres, con la vista puesta en el desierto,
compartieron por unos segundos el mismo pensamiento. Fue el sargento el que se
decidió a romper el silencio que se había creado entre ellos.
—¿Cree que ha servido para algo? Todo esto. El
dinero. Los soldados muertos. Los civiles muertos... La guerra.
—Los ingleses y los rusos lo intentaron antes. Esta
maldita tierra es inconquistable. Occidente está en el siglo XXI y ellos en el
Medievo. Nosotros seremos los siguientes en abandonar.
—¿Eso piensa?
—¿Usted no?
—Desde hace años —contestó el sargento—. Cada pueblo
debe forjar su destino.
Miller terminó asintiendo con la cabeza.
—¿Qué hacemos aquí entonces? —se animó a preguntar Highway, sin muchas
esperanzas de obtener respuesta—. ¿Qué pretenden esos
tipos?
—Le contaré lo que sé —respondió Miller, bajando la
voz a pesar de que se encontraban solos—. Esto es un ensayo. Esta gente ha
llegado desde Estados Unidos para probar una nueva arma. Algo capaz de acabar
con ese campamento lleno de combatientes fuertemente armados de una manera
limpia.
—Hablamos de contratistas.
—Seguramente.
—¿Y qué van a probar? ¿Un nuevo tipo de misil? Es
absurdo. Aquí hemos usado todo lo que tenemos. Lo más avanzado. Nada sirve
—replicó el sargento, al tiempo que le venía algo a la cabeza—. A no ser que
vayamos a cruzar la línea y jugárnosla con algún agente químico.
—No lo creo —dijo Miller—. Nos habrían equipado con
máscaras antigás. El protocolo hubiera sido distinto.
—No si lo que quieren es mantenerlo en secreto.
De la parte trasera del camión volvió a bajar el
civil. El capitán y el sargento lo
observaron mientras se aproximaba hacia ellos con un andar despreocupado.
—¿El hombre al mando?
—Pronto lo sabremos —contestó Miller, envarándose
justo antes de que se parara frente a ellos.
—Bueno, bueno —comenzó diciendo el civil,
acompañando sus palabras con una gestualidad casi adolescente—. Supongo que usted
es el capitán Miller. ¿Me equivoco?
—No se equivoca —contestó, brusco—. Él es el
sargento Highway.
—Ah, bien. Encantado. Yo soy Lee.
Ambos se quedaron sorprendidos con el jovenzuelo de
rasgos asiáticos que los miraba divertido. Tenía constitución media, flequillo
levantado con brillantina y rostro agradable. Vestía pantalones vaqueros,
deportivas blancas y camisa a cuadros. También se fijaron en que llevaba en la
mano una tablet encendida. Tanto la
miraron, que Lee se percató.
—Un aparato increíble —dijo agitándola como si fuese
un abanico—. Un potente ordenador al tiempo que un preciso comunicador vía
satélite.
—Entiendo —apostilló Miller.
—¿Qué entiende? —replicó Lee.
—Que su jefe está a muchos kilómetros de distancia
de aquí.
—¿Por qué lo dice? ¿No cree que un joven chino pueda
ser el mandamás de toda esta operación?
—Para nada —contestó Miller, desdeñoso—. Le hablo de
seguridad. El que puede, permanece alejado del "fregao".
Lee mantuvo el rictus serio un instante, después lo
cambió por una sonrisa que terminó en carcajada.
—¡Ja, ja, ja! Buen
observador. Y agudo.
—Esto es una operación militar —intervino el
sargento, un punto ofendido.
El gesto serio volvió al rostro de Lee con absoluta
naturalidad, como le pasaría a alguien con trastorno bipolar extremo.
—En eso se equivoca, sargento...
—Highway.
—Highway —repitió sin disimular un leve arqueo de
labios—. Ustedes están aquí para hacer lo que yo les diga.
—¿Un civil?
—¿Por qué no? Explíqueselo usted, capitán.
Miller clavó la mirada en el suelo antes de hablar.
—Tiene razón —terminó admitiendo con pesar—.
Nosotros debemos intervenir sólo en caso de fuerza mayor. Las órdenes las da
él.
—¿En serio? —se indignó Highway.
—Completamente —contestó Lee—. Ni siquiera tendría
que estar hablando con ustedes. Lo hago porque soy así de majo. Y porque me
gustaría recordarles que ustedes, y sus hombres, deben mantenerse bien alejados
de mis camiones.
—¿De qué va esto, capitán?
—Déjelo, Highway.
—¡Mierda!
Lee, mostrando una sonrisa blanquísima, miró a los
hombres alternativamente y echó a andar. Caminó un par de pasos, se paró en
seco y luego se giró.
—Capitán —dijo metiendo las manos en los bolsillos
de su pantalón—. Diga a sus hombres que se relajen. Los veo muy tensos, igual
que el 7º de Caballería a la espera del ataque de los indios cortacabelleras en Little Bighorn.
—Nunca se sabe —contestó Miller.
—Es el procedimiento estándar en zona de guerra
—añadió el sargento, masticando las palabras.
—Olvídenlo. Ustedes no están aquí para combatir sino
para limpiar.
Highway se revolvió, visiblemente hostil.
—¿De qué habla?
—Del futuro —contestó Lee, abriendo los brazos—. Y ahora vayan con sus
hombres. Les avisaré cuando los necesite.
Los dos militares obedecieron a regañadientes mientras Lee regresaba
al camión del que había salido. Dentro, la única luz que había provenía de los
monitores que cubrían toda una pared. Sentados frente
a ellos había dos jóvenes vestidos de negro, sudadera, pantalón y zapatillas; una
mujer y un hombre que no dejaban de pulsar teclas y ajustar botones en la infinidad de mandos esparcidos sobre
la repisa corrida.
Un tercer ocupante estaba sentado al fondo, junto a una
pequeña mesa, tomando un café. Mediana edad, pelo escaso, gafas de concha y
gesto grave. Vestía pantalón vaquero,
camisa sahariana, botas de media caña y, al cinto, una enorme pistola plateada
con las cachas de marfil.
—¿Algún problema? —interpeló a Lee nada más verlo
entrar.
—Ninguno —contestó este, al tiempo que se acercaba a
una de las pantallas de 32"—. Los militares son un chollo. Si controlas la
cabeza, controlas todo el cuerpo.
—¿Queda mucho?
—En eso estoy, ultimando detalles —respondió Lee,
apoyando una mano en el hombro de la joven que no dejaba de teclear comandos—.
¿Lo tenemos?
—Acabamos de soltar la baliza. La señal estará activada
en veinte segundos —respondió ella.
—Genial. Veo que la cámara del dron está operativa.
¿Qué sabemos del resto?
—Funcionando —dijo el joven, señalando seis pantallas
consecutivas de 24".
—Bien, bien, bien. Esto marcha.
—¿Eso quiere decir que tenemos luz verde? —dudó el
hombre sentado al fondo.
Lee levantó una mano con el dedo índice apuntando al
techo, y se mantuvo así hasta que se escuchó una especie de zumbido a través de
los altavoces.
—Todo listo. Cuando usted quiera, puede dar la orden
—dijo entonces, invitando al hombre a que se acercara.
Este siguió sus indicaciones y se sentó en un cómodo
asiento entre los dos jóvenes técnicos, con una visión perfecta de todas las
pantallas.
—Le recomiendo la vista general —dijo Lee señalando
la pantalla más grande, donde se veía una imagen cenital, a cierta altura y en
tonos verdes, de un pequeño pueblo de casas de adobe con personas yendo de un
lado para otro.
—Miraré donde quiera —replicó el hombre.
—Claro, claro.
—Si la prueba falla, se acabó. Lo saben, ¿verdad?
—No fallará —aseguró Lee, sin dejar de sonreír—.
Será como un juego de niños.
—La muerte nunca es un juego de niños.
—Es una forma de hablar —se apresuró a matizar Lee,
quitándole importancia a su comentario con un gesto de la mano—. Antes de que
se dé cuenta, todo habrá terminado.
—Ya veremos —musitó el hombre, acomodándose la
pistola.
Lee no era ningún experto en armas pero sabía
distinguir perfectamente quién estaba acostumbrado a ellas, y ese tipo, al que
hacía pocas horas que había conocido, no lo estaba en absoluto. Su ropa, su
pose y su pistolón eran pura fachada. En realidad, el constante sudor de su frente,
el temblor de sus manos y la insistente preocupación por aparentar dureza, lo
delataban: se trataba de un hombre de despachos, no de un agente de campo. Un
intermediario, un observador. Ese capitán tenía razón, pensó recordando sus
palabras exactas: "El que puede, permanece alejado del `fregao´".
Afganistán no era el Caribe, y esa operación no
estaba exenta de peligros. Los que en realidad mandaban se encontraban lejos.
Ahora sólo quedaba contentarlos.
—¿Tengo su autorización para comenzar? —preguntó al
observador.
—Adelante.
—Bien, chicos —dijo entonces Lee, dirigiéndose a los
dos técnicos—. Que empiece la fiesta.
Sesenta y tres minutos más tarde, Lee se acercó al
lugar donde el capitán Miller y el sargento esperaban y, sin mediar palabra, se
subió a la parte trasera del humvee
en el que estaban apoyados. Parecía
exultante.
—Ha llegado su hora. Nos vamos —dijo con la puerta
entreabierta.
—¿Adónde? —preguntó Miller, reticente.
—Al otro lado de las montañas. Al campamento
terrorista. Tengo que echar un vistazo y asegurarme de que la operación finalice
tal y como estaba prevista.
—¿Está loco?
—A veces me lo dicen —contestó burlón—. Ya no hay
peligro, se lo aseguro. Démonos prisa, se acerca una tormenta.
El sargento Highway miró al cielo repleto de
estrellas.
—Imposible.
—Habla por lo que ha vivido, y lo respeto —replicó Lee—.
Pero su veteranía en estas tierras perdidas de Dios no se puede comparar con la
tecnología que manejamos. Antes del amanecer esta zona será barrida por vientos
de más de cien kilómetros por hora que eliminarán nuestras huellas. El día y la
hora fueron elegidos meticulosamente. ¿Qué creían?
—¿Qué quiere de nosotros? ¿De mis hombres? —preguntó
Miller, sin animarse a subir al humvee.
—Dos cosas. La primera, su testimonio. Se ha
registrado la operación, pero el relato de un militar con su experiencia y su
hoja de servicios nos vendrá de perlas.
—¿Y la segunda?
Lee le giñó un ojo antes de contestar.
—Ya se lo dije antes. Ustedes limpian.
De buena gana el sargento Highway hubiera dado una
patada a la puerta del humvee para
que esta aplastara el cráneo de ese mequetrefe arrogante y maleducado, pero se
contuvo. En su lugar, apretó los puños y escupió al suelo antes de dirigirse al
capitán.
—Entonces, ¿ordeno poner en marcha el convoy?
Miller chascó la lengua y maldijo por dentro antes
de responder.
—Hágalo, sargento.
Los camiones con caja metálica no se movieron.
Tampoco los hombres armados que iban con ellos.
—Los recogeremos a la vuelta, cuando hayamos
terminado —dijo Lee—. Y ordene a sus hombres que enciendan los faros, ya no
queda nadie que pueda vernos.
Y eso hizo sin mucha convicción, temiendo durante
todo el trayecto un ataque sorpresa de aquellos fanáticos combatientes. Sobre
todo, al atravesar el estrecho desfiladero que tajaba la montaña.
Pero nada sucedió. El trayecto fue tranquilo. Ni
emboscadas, ni disparos saliendo de la oscuridad, ni trampas explosivas... Sólo
el silencio del desierto.
Al llegar al otro lado de las montañas vieron, a lo
lejos, el pueblo ocupado por los terroristas. Estaba oscuro, a excepción de un
par de ventanas de las que salía luz y algunas lenguas danzarinas de fuego
provenientes de pequeñas hogueras.
Miller accionó la radio. El joven conductor lo miró
de reojo, se le notaba intranquilo.
—Armas preparadas y ojos abiertos —dijo, al tiempo
que sacaba de la cartuchera su Beretta 92 y le quitaba el seguro.
El convoy, encabezado por el humvee donde iban el capitán, el sargento y Lee, llegó al perímetro
exterior del pueblo y se detuvo.
Sin esperar a que el conductor apagara el motor del
vehículo, Lee abrió la puerta y salió.
—Bueno, bueno, bueno. Pues ya hemos llegado —dijo
entonces, con las manos en jarra.
Miller, mucho más precavido, ordenó el despliegue en
abanico de sus hombres mientras mantenía el Stryker
en el centro, con sus
ametralladoras pesadas dispuestas para darles cobertura en caso de que fuese
necesario.
Pero no lo fue.
A medida que los soldados se acercaban al pueblo, fueron tomando
conciencia de la magnitud de lo sucedido. Al entrar distinguieron claramente el
brillo de cientos de casquillos sobre la arena, los agujeros de bala en las paredes de las casas, las marcas de pequeñas explosiones
producidas por granadas de mano y los bultos esparcidos por doquier. Los muertos.
Decenas. Junto a sus AK-47. Con los salwar
kameez —sus vestimentas típicas— hechos
girones y empapados en sangre. Algunos
acribillados a balazos. Otros... desmembrados. Estupefactos, vieron piernas y brazos
cercenados. Y cabezas. Algunas con su sombrero de lana, el pakol, aún puesto. Los
regueros de sangre negra por la escasa luz manchaban la fina arena del suelo
como arroyuelos malditos, y las salpicaduras y manchas de sangre en el adobe de
las humildes viviendas completaban un escenario de pesadilla.
Miller y Highway habían participado en un sinfín de
escaramuzas y en varios combates sangrientos en Irak y luego en Afganistán. También
algunos de los soldados más veteranos que los acompañaban se habían visto
envueltos en duros combates, pero ni unos ni otros habían contemplado jamás una
matanza, una carnicería, de tal crudeza y magnitud.
Parados en el centro del pueblo, sin saber muy bien
qué hacer, los soldados desplegados en círculo apuntaban con sus AR-15 en todas
direcciones, como si así pudieran mitigar el horror y el miedo que sentían.
Por las cabezas del capitán y el sargento pasaban idénticos
sentimientos, y eso los mantenía mudos.
Lee, sin embargo, parecía ajeno a todo lo que le
rodeaba y caminaba de un lado para el otro, pasando indiferente sobre los
cadáveres, mientras miraba algo en su tablet.
En un momento dado, a unos metros de distancia del perímetro formado por los
soldados, se agachó y recogió algo del suelo, una especie de esfera metálica
con una diminuta luz verde destellante. La observó, apagó la luz pulsando una
combinación de botones que había en su superficie y luego la guardó en una
mochila que llevaba al hombro. Entonces regresó junto al capitán y el sargento,
que lo habían seguido con la mirada sin entender nada.
—¿Qué cojones ha pasado aquí? —espetó Miller,
incapaz de contenerse por más tiempo.
—Ya lo ve. Objetivo eliminado en su totalidad. Y sin
bajas. Magnífico, ¿verdad? —contestó Lee, ufano.
—¿Magnífico? —repitió el capitán, perplejo ante la naturalidad
malsana con la que hablaba y se comportaba aquel hombre.
—La mayoría huyeron a las cuevas —añadió Lee,
mirando en dirección a la falda de la montaña—, pero corrieron la misma suerte.
El capitán Miller se adelantó hasta situarse cara a
cara con él. Eran de la misma altura, y sus ojos quedaron a un palmo de distancia.
—No me ha contestado —le dijo sin contener la ira—.
Estos hombres han librado una batalla terrible, pero contra quién.
Con disimulo, algo intimidado, Lee dio un paso
atrás. Luego otro. Cobrada cierta distancia se animó a responder.
—Se lo dije antes. El futuro. Han luchado contra el
futuro. Y como ve, han perdido estrepitosamente.
—Déjese de mierdas y conteste al capitán —intervino
Highway agarrándolo por la pechera y zarandeándolo como a un pelele.
—¡Eh!¡Calma! —exclamó Lee, intentando liberarse de las
manos de acero del sargento—. Capitán, diga a su hombre que se tranquilice o
tendrá problemas.
No hizo falta. Ante el gesto de cabeza de Miller, el
sargento lo soltó y reculó. Eso bastó para que Lee se envalentonara.
—Son el pasado. ¿No lo ven? Todos ustedes. Y
deberían dar gracias por ello.
—No lo entiendo —dijo Miller.
—Ni pretendo que lo haga. Hablamos de información
clasificada. Ustedes están aquí para obedecerme. ¿Está claro? Tengo el mando...
¿Cómo lo llaman ustedes, los militares? Estratégico. Eso es. El mando
estratégico, y también el operativo y el táctico. Poseo todos. Aquí soy el puto
amo. ¿Les queda claro? Así que, ahora, a sacar la basura.
Highway bufó como un toro a punto de embestir.
Miller, sin embargo, más acostumbrado a lidiar con mandos superiores —más
político, en definitiva—, admitió con pesar que, en aquella macabra fiesta, les
había tocado bailar con la más fea.
—¿Qué quiere que hagamos? —terminó preguntando,
alejándose con sumisión de un posible consejo de guerra.
Lee, exhibiendo una amplia sonrisa, giró en redondo
con los brazos abiertos antes de hablar.
—¿Qué voy a querer? Ordenar un poco todo este
desastre.
Cuatro horas más tarde, al filo del amanecer, los
soldados, exhaustos y cubiertos de sangre seca, subieron al camión y el convoy
abandonó el lugar.
Entre los riscos, lejos de los humanos, las hienas
observaban muy atentas, babeando por el delicioso olor a carne quemada que llegaba
hasta sus hocicos.
Ni siquiera la intensa tormenta de arena —que surgió
de la nada y barrió la hondonada donde se asentaba el pueblo— fue capaz de
apagar las llamas que consumían la pira de cadáveres amontonados.
Unaoreja y su manada, con la paciencia de roca del depredador oportunista, esperaron hasta el atardecer para darse un festín con la carne medio quemada que aún quedaba pegada a los huesos.
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