EXPEDICIÓN ATTICUS

"Expedición Atticus"


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SINOPSIS

Víctor Costa, un viejo arqueólogo español, lleva parte de su vida buscando una famosa reliquia cristiana, sin éxito. Cuando siente perdida la esperanza de encontrarla se cruza en su camino un magnate norteamericano, Dawson Fox, dueño de una gran corporación armamentística y tecnológica. Él, respaldado por un antiguo informe escrito por un centurión romano, cree tener la información exacta de dónde se encuentra, y le propone organizar y financiar una expedición para buscarla. A ella se unirán finalmente: Sarah, doctora e hija de Víctor; Ray Bayona, un espeleólogo en horas bajas, y antigua pareja de esta; las mellizas Annika y Grete, exmilitares alemanas y escolta personal del enigmático Dawson; y Peter Li, un científico chino-americano, experto en física e informática.

Las pistas les llevarán hasta las exóticas y convulsas tierras de Egipto, a las montañas nubias cerca del Mar Rojo, hasta una antigua mina de oro romana sepultada en el olvido y envuelta en un extraño misterio de muerte y desapariciones.
"Expedición Atticus" es una novela de aventuras, llena de acción, viajes y misterio; donde los enigmas rondan cada página, algunos personajes ocultan oscuros secretos, y nada es lo que parece. Esta es una obra de ficción gestada con el sencillo y a la vez complicado objetivo de entretener.
Querido lector, ¿estás dispuesto a vivir la experiencia que te aguarda tras las páginas de "Expedición Atticus"?


Aquí puedes leer el primer capítulo del libro:

1 - SILAS Y NUT





Zona montañosa,
en el desierto oriental de Egipto. 
Año 236 d.C.



La inmensidad del desierto los rodeaba, y no se escuchaba más que el sonido rasposo de sus pisadas y el desordenado latir de sus corazones.
El sol estaba bajo y los cuerpos de los viajeros proyectaban sombras alargadas y ondulantes sobre la arena y la roca. Las montañas se sucedían una tras otra, pareciendo que no se acabarían nunca. Un órix majestuoso los contemplaba a lo lejos, recortada su silueta contra un cielo de un intenso azul anaranjado.
Habían caminado todo el día bajo un sol abrasador y estaban exhaustos.
A lomos de su mula llevaban un par de esteras de junquillos que usarían para dormir, heno para el animal, algo de ropa, comida, agua y una gran caja con herramientas de cantero. Evitaron la ruta más cómoda, que era seguir el cauce seco del río que unía su pequeña ciudad portuaria, a orillas del mar Rojo, y Luxor, cerca del Nilo (ruta donde sin duda buscarían los familiares de Nut), y  se adentraron en la zona montañosa; mucho más dura y larga, aunque también más segura.
Se detuvieron para descansar y beber un poco de agua, apenas lo habían hecho desde que huyeran aprovechando la noche. Silas retiró el pelo de la frente de Nut y la besó tiernamente.
—Ya queda poco, pronto llegaremos.
—Ha sido una locura.
—Una locura hubiera sido que te casaran con ese viejo rico. Lo presiento, algo bueno nos aguarda. En Luxor buscaré trabajo, los romanos siempre están dispuestos a contratar a un maestro cantero. Trabajaré duro y pronto tendremos nuestra propia casa. No te faltará de nada. Te compraré vestidos bonitos y tendrás muchos criados, ya lo verás —dijo Silas, acariciando su mejilla.
—Eso no me importa —susurró Nut.
Una leve brisa levantó un remolino de arena.
—Solo quiero estar contigo. Yo... —no pudo seguir hablando. Miró los ojos azulados de su amado y se rindió a sus labios.
A la sombra de la mula extendieron una estera y se entregaron al amor. Una rapaz sobrevoló a los dos amantes y luego, batiendo alas, se alejó majestuosa.
El tiempo pareció detenerse cuando los jóvenes, agotados, separaron sus cuerpos.
—Te querré siempre —dijo él.
—Yo también —contestó ella, dibujando círculos en el pecho desnudo y sudoroso de Silas.
Reanudaron la marcha contra un viento cada vez mayor. Silas tiró de la mula y urgió a Nut.
—Démonos prisa, parece que va a haber tormenta.
Aún les faltaba mucho para llegar a la ciudad donde esperaban cambiar sus vidas. Un día, quizá dos. Y sobre todo les quedaba la parte más dura del camino, rocas desnudas y escarpadas, y arena abrasadora sin una palmera en kilómetros a la redonda.
El viento se intensificó.
Caminaron soportando las ráfagas de aire cargadas de arena. En un momento dado, Silas se detuvo y miró a lo lejos. Lo que vio no le gustó nada.
—Debemos ponernos a cubierto.
Había visto muchas tormentas en el desierto, y supo que la que se les venía encima era de las grandes. Pensó que si no encontraban pronto un lugar donde resguardarse corrían el riesgo de morir sepultados por la arena, como les había pasado a tantas caravanas de mercaderes que atravesaban el desierto.
Sabía lo que tenían que hacer, y no perdió el tiempo.
Empapó unos trapos en agua y se cubrieron la nariz y la boca con ellos. Lo mismo hizo con la mula, a pesar de que esta se resistió en un principio. Luego ató un extremo de una cuerda a su cintura y el otro a la de Nut, y se aferró a las riendas de la mula con fuerza.
El cielo se oscureció debido a la arena levantada por el viento y la visibilidad se redujo enormemente.
—Todo saldrá bien, amor mío, cuidaré de ti —dijo levantando la voz por encima del creciente ruido.
Abandonaron la ruta más alta y descendieron por la ladera de la montaña. Les costaba avanzar, y los granos de arena eran como aguijonazos en su piel. El viento se volvió tan fuerte que debían caminar inclinados para no caer de espaldas. Anduvieron sin rumbo durante horas hasta que llegaron a una pequeña depresión entre dos altos riscos, una especie de desfiladero donde el viento viajaba encajonado produciendo un ruido atroz. Se hundían en la arena hasta los tobillos, y caminar se convirtió en una tarea titánica. Silas, que tiraba con gran esfuerzo de la asustada mula, se volvió para comprobar cómo estaba Nut. Vio su figura menuda zarandeada por el viento huracanado, en constante trance de caer, y se asustó. Él era fuerte como un toro, pero ella era delicada como una flor de jazmín. Si no se ponían a cubierto, no lo lograrían. Lo había oído contar muchas veces, sabía lo que sucedería. La persona se rinde al esfuerzo y se niega a continuar, cae, y el aire cargado de arena lo ahoga; luego, en pocos minutos, el cuerpo queda sepultado por completo. Pensó en subirla a lomos de la mula, pero lo descartó, si una fuerte ráfaga la desmontara la caída podría ser fatal.
Desesperado tiró de las riendas y se dirigió hasta la pared de piedra de su derecha, donde pensó que el aire incidiría con menor fuerza. Tanteando con las manos, sin apenas ver, buscaba una hendidura, un saliente, cualquier cosa que les pudiera servir para ponerse a resguardo. Al cabo de unos cuantos metros de frenética búsqueda, comenzó a desesperar. Golpeó el lomo de la mula, que se resistía a continuar. Sintió que la cuerda atada a su cintura se tensaba. Esperó unos segundos a que Nut lo alcanzara, pero nada, la cuerda seguía tensa. Retrocedió y la encontró de rodillas, con las manos tapándose la cara.
Con el corazón en un puño se agachó para levantarla. Apenas se sostenía sola. Sollozando dijo:
—Es un castigo de los dioses por desobedecer a mi familia.
—No digas eso —replicó Silas—. Nuestro amor es puro. Yo cuidaré de ti, ya lo sabes.
Escuchó las palabras de su amado y cerró los ojos. Él era fuerte y resistiría la tormenta. Sin su carga podría sobrevivir.
—¡Déjame! —le gritó cerca de la oreja.
Silas tomó su cara entre las manos y se acercó todo lo que pudo para que ella lo escuchara.
—¡Jamás nada podrá separarnos!
La mula comenzó a relinchar desesperadamente y a lanzar coces. De pronto echó a correr. Silas no soltó las riendas y fue arrastrado al igual que Nut, que continuaba atada por la cintura. Durante varias decenas de metros trotó sobre la arena tirando de su lastre, guiada por su instinto, hasta que por fin se detuvo. Silas, con la boca llena de arena y los codos desollados, logró incorporarse. Entonces vio el lugar donde se habían parado. Exultante se volvió buscando a Nut. Distinguió su túnica verde asomando bajo la arena, que ya la cubría casi por completo. Se precipitó y la levantó buscando su rostro.
—¡Nut! ¡Nut!
Tras unos segundos de profunda angustia, en los que creyó que le estallaría el pecho, los ojos de su amada se abrieron.
—¡Oh, cariño! —musitó, y la ayudó a levantarse.
Tenían la tormenta justo encima. Apenas podían ya respirar ni mantenerse en pie. Sin dejar de sostenerla por la cintura, levantó el brazo y señalando gritó:
—¡Mira, estamos salvados!
Nut miró en la dirección que le señalaba. Distinguió una mancha oscura. Aguzó la vista y por fin logró identificar lo que era.
Una gran piedra se había desprendido dejando al descubierto lo que parecía la entrada a una cueva. Llegar hasta ella no fue fácil. El intenso viento los zarandeaba de un lado a otro como si fuesen muñecos. La roca caída pronto se cubrió de arena, y en pocos minutos se formó una rampa por la que pudieron acceder al interior. El asustado animal fue el primero en entrar. A pesar de lo estrecho del paso lo hizo con rapidez, arañándose los costados al rozar contra los cantos afilados. Silas y Nut lo siguieron, dejando atrás el infierno.
Fuera la tormenta arreciaba, acumulando arena en la entrada recién abierta. En el interior de la cueva el aire producía un sonido bronco, como si saliera de un surtidor, pero estaban seguros.
—Vayamos más al fondo —logró decir Silas, aún maravillado por la suerte que habían tenido.
Apenas se veía. Después de caminar unos cuantos metros, Silas determinó que sería necesario hacer una antorcha. De entre las cosas que llevaba la mula a cuestas, cogió un palo de madera, varios trapos, una gruesa cuerda y una pequeña vasija de barro llena de aceite. Primero envolvió el extremo del palo con los trapos, luego los ató meticulosamente con la cuerda, asegurándose de dar varias vueltas para que estas quedaran bien apretadas, y finalmente empapó todo de aceite; entonces, sacó yesca y pedernal de su bolsa de piel de oveja, y se acuclilló en el suelo. Al cabo de varios intentos, la yesca ardió y creó un pequeño fuego. La antorcha prendió rápidamente, iluminándolo todo con una luz danzante y ancestral.
Lo primero que buscó fueron los ojos de su amada. Acercó la antorcha a su rostro con cuidado y la observó unos segundos... hasta que la vio sonreír.
—Los dioses... ¡ves cómo aprueban lo nuestro! —exclamó Silas, sin poder evitar el entusiasmo.
Levantó la antorcha para distinguir dónde estaban. Se sorprendió con la belleza de las rocas que los rodeaba. Era una cueva virgen, y no tendrían el problema de que hienas o guepardos la usaran de morada. Por eso se animó a continuar explorándola.
—Vayamos un poco más adentro, aquí todavía sopla el viento.
—Estoy llena de arena y cansada, y tú tienes los brazos heridos. Descansemos aquí y comamos algo —sugirió Nut, haciendo un mohín delicioso.
Silas reprimió su entusiasmo aventurero y clavó la antorcha en el suelo.
—Está bien, voy a preparar una fogata.

Tardaron un buen rato en quitarse toda la arena. Luego, Nut aplicó miel a las heridas de los brazos de Silas y se los vendó. Se sentaron a comer alrededor del fuego. Tomaron leche, dátiles y un poco de carne seca de buey. La mula rebuznó de satisfacción después de devorar su ración de heno y agua, y se tumbó finalmente en el fresco suelo.
—Vaya, creo que ya ha decidido dónde pasar la noche —dijo Nut, limpiándose la boca con delicadeza, usando un pañuelo de fino lino.
—Eso parece —añadió Silas.
No tuvieron que esperar mucho para que la pasión les volviera a asaltar y, a la luz danzante de la hoguera, sus jóvenes cuerpos se entrelazaron hasta convertirse en uno. 

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Nut, con el aliento todavía agitado, una vez se separaron satisfechos.
—Me perdí con la tormenta. Mañana subiremos a lo alto de la montaña y desde allí me orientaré, ya lo verás. Tranquila —respondió, y se levantó de un brinco.
Caminó por la cueva con la antorcha en la mano, maravillado con las rocas milenarias, sabiéndose el primer hombre que las contemplaba. Distinguió, como experto cantero, gran abundancia de grauvaca, una roca muy apreciada para la construcción de estatuas, y también pizarra y cuarzo. Todo era de una belleza hipnótica. Nut le observaba recostada sobre una estera, admirando su esbelto y musculoso cuerpo, que brillaba bajo la luz ambarina de la antorcha.
De repente, Silas, se detuvo y se acercó nervioso a la pared.
—¡No puede ser! —musitó.
—¿Qué pasa? —preguntó Nut, que no perdía detalle de sus movimientos.
No contestó. Con mano temblorosa acarició la roca sin dejar de hablar entre dientes. Arrimó la antorcha y entonces, Nut, lo vio.
—¿Eso es...? —no concluyó su pregunta, Silas se adelantó.
—Sí, cariño, esto es oro.
Los reflejos dorados no dejaban lugar a dudas, parte de la pared del fondo estaba cubierta de pepitas de oro.
Silas recorrió la lengua áurea de extremo a extremo, calculando su anchura y longitud, y especulando sobre su profundidad. Sin decir nada, corrió hasta la mula y cogió su pico. Nut se levantó y sostuvo la antorcha mientras él golpeaba la pared con precisión, siempre en el mismo sitio. Al cabo de un rato paró e introdujo la mano, hasta medio antebrazo, en el agujero que había hecho. Sus ojos brillaron al sacarla y contemplar sus dedos manchados de polvo dorado.
—¿Sabes lo que esto significa? —preguntó cogiendo el rostro absorto de Nut.
Ella no respondió, solo fue capaz de negar tímidamente con la cabeza.
—Es una veta grande y profunda, de aquí saldrá mucho oro. Oro que nos hará muy, muy ricos —concluyó Silas, dándole un sonoro beso en los labios.
—¿Estás seguro?
—Sí, mira —dijo entusiasmado, y recorrió la pared con la antorcha—. Va desde aquí, hasta... —de pronto se paró y alumbró a lo lejos.
Trepó por unas rocas que se acumulaban en un extremo y se detuvo a unos tres metros de altura, tras un saliente. Por un instante desapareció de la vista de Nut, aunque aún podía distinguir la danzante luz de su antorcha.
—¡Ven, sube, tienes que ver esto! —le oyó gritar.
Subió, confundida pero entusiasmada, contagiada por la felicidad que desprendía el tono de voz de su amado. Arriba, apoyado junto a una estrecha abertura oculta desde abajo, la esperaba Silas.
—Mira, la veta continúa por aquí, y parece ensancharse.
El hueco era más o menos de un metro por un metro. Nut se asomó con cuidado y alumbró con la antorcha. Primero miró abajo. Distinguió una suave pendiente que descendía unos diez metros y, paralela a ella, a unos dos metros del suelo, una ancha franja dorada que llegaba hasta donde alcanzaba la luz.
—Vamos, quiero saber dónde termina  —le instó Silas, acariciando su nuca.
Y cogidos de la mano, riendo como niños, descendieron la pendiente de rocas sueltas hasta que llegaron abajo. La cueva que descubrieron era aún mayor que la que habían dejado atrás. Comprobaron con júbilo que la veta de oro continuaba hasta la pared del fondo, a unos treinta metros, donde se abría un agujero a ras del suelo.
—¡Oro! ¡Más oro!
Gritó Silas y, levantando a Nut en volandas, giró con ella haciendo resonar sus carcajadas contra las rocas de grauvaca. Luego la besó lenta y apasionadamente y, agarrado a su mano, tiró de ella.
—Venga, sigamos.
—¿Vamos a pasar por ahí? —preguntó Nut.
—Claro —respondió Silas, entusiasmado, al tiempo que metía la antorcha por la estrecha grieta de la pared para echar un vistazo—. Creo que la veta sigue, pero hay que asegurarse.
Nut se asomó y comprobó que la grieta daba paso a un angosto túnel por el que tendrían que reptar.
—Tengo miedo. ¿Y si no tiene final?
—Iré yo, tú espérame aquí —sentenció, Silas, con delicadeza, tomando entre sus manos el rostro de su amada.
Nut se estremeció al sentir sus manos fuertes, y de súbito se notó henchida de valor. Miró sus ojos y dijo:
—Siempre juntos.
—Siempre juntos —repitió Silas, a media voz, con la calidad de una promesa.

El huracanado viento batió las montañas durante toda la  noche, y la arena continuó acumulándose en la entrada de la cueva. A la mañana siguiente la calma volvió. El sol, libre ya de las nubes de arena, brillaba con toda su intensidad. Nada en el paisaje recordaba la tormenta pasada; todo estaba igual, o casi.  En la falda de una montaña, donde antes había una pared de roca, ahora la había de arena. Una insignificante diferencia en la inmensidad del desierto.
La mula no se levantó hasta el segundo día. La oscuridad la asustaba y solo el rugir de sus tripas y la lengua seca, hicieron que se moviera. Durante horas, apoyada contra la fresca pared de la cueva, relinchó lastimera llamando a sus amos.

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