Zona montañosa,
en el desierto
oriental de Egipto.
Año 236 d.C.
La inmensidad del
desierto los rodeaba, y no se escuchaba más que el sonido rasposo de sus
pisadas y el desordenado latir de sus corazones.
El
sol estaba bajo y los cuerpos de los viajeros proyectaban sombras alargadas y
ondulantes sobre la arena y la roca. Las montañas se sucedían una tras otra,
pareciendo que no se acabarían nunca. Un órix majestuoso los contemplaba a lo
lejos, recortada su silueta contra un cielo de un intenso azul anaranjado.
Habían caminado todo
el día bajo un sol abrasador y estaban exhaustos.
A lomos de su mula
llevaban un par de esteras de junquillos que usarían para dormir, heno para el
animal, algo de ropa, comida, agua y una gran caja con herramientas de cantero.
Evitaron la ruta más cómoda, que era seguir el cauce seco del río que unía su pequeña
ciudad portuaria, a orillas del mar Rojo, y Luxor, cerca del Nilo (ruta donde
sin duda buscarían los familiares de Nut), y se adentraron en la zona montañosa; mucho más
dura y larga, aunque también más segura.
Se detuvieron para
descansar y beber un poco de agua, apenas lo habían hecho desde que huyeran aprovechando
la noche. Silas retiró el pelo de la frente de Nut y la besó tiernamente.
—Ya queda poco,
pronto llegaremos.
—Ha sido una locura.
—Una locura hubiera
sido que te casaran con ese viejo rico. Lo presiento, algo bueno nos aguarda. En
Luxor buscaré trabajo, los romanos siempre están dispuestos a contratar a un
maestro cantero. Trabajaré duro y pronto tendremos nuestra propia casa. No te
faltará de nada. Te compraré vestidos bonitos y tendrás muchos criados, ya lo
verás —dijo Silas, acariciando su mejilla.
—Eso no me importa
—susurró Nut.
Una leve brisa
levantó un remolino de arena.
—Solo quiero estar
contigo. Yo... —no pudo seguir hablando. Miró los ojos azulados de su amado y
se rindió a sus labios.
A la sombra de la
mula extendieron una estera y se entregaron al amor. Una rapaz sobrevoló a los
dos amantes y luego, batiendo alas, se alejó majestuosa.
El tiempo pareció
detenerse cuando los jóvenes, agotados, separaron sus cuerpos.
—Te querré siempre
—dijo él.
—Yo también
—contestó ella, dibujando círculos en el pecho desnudo y sudoroso de Silas.
Reanudaron la marcha
contra un viento cada vez mayor. Silas tiró de la mula y urgió a Nut.
—Démonos prisa,
parece que va a haber tormenta.
Aún les faltaba
mucho para llegar a la ciudad donde esperaban cambiar sus vidas. Un día, quizá
dos. Y sobre todo les quedaba la parte más dura del camino, rocas desnudas y
escarpadas, y arena abrasadora sin una palmera en kilómetros a la redonda.
El viento se
intensificó.
Caminaron soportando
las ráfagas de aire cargadas de arena. En un momento dado, Silas se detuvo y miró a
lo lejos. Lo que vio no le gustó nada.
—Debemos ponernos a
cubierto.
Había visto muchas
tormentas en el desierto, y supo que la que se les venía encima era de las
grandes. Pensó que si no encontraban pronto un lugar donde resguardarse corrían
el riesgo de morir sepultados por la arena, como les había pasado a tantas
caravanas de mercaderes que atravesaban el desierto.
Sabía lo que tenían
que hacer, y no perdió el tiempo.
Empapó unos trapos
en agua y se cubrieron la nariz y la boca con ellos. Lo mismo hizo con la mula,
a pesar de que esta se resistió en un principio. Luego ató un extremo de una
cuerda a su cintura y el otro a la de Nut, y se aferró a las riendas de la mula
con fuerza.
El cielo se
oscureció debido a la arena levantada por el viento y la visibilidad se redujo
enormemente.
—Todo saldrá bien,
amor mío, cuidaré de ti —dijo levantando la voz por encima del creciente ruido.
Abandonaron la ruta
más alta y descendieron por la ladera de la montaña. Les costaba avanzar, y los
granos de arena eran como aguijonazos en su piel. El viento se volvió tan
fuerte que debían caminar inclinados para no caer de espaldas. Anduvieron sin
rumbo durante horas hasta que llegaron a una pequeña depresión entre dos altos
riscos, una especie de desfiladero donde el viento viajaba encajonado produciendo
un ruido atroz. Se hundían en la arena hasta los tobillos, y caminar se
convirtió en una tarea titánica. Silas, que tiraba con gran esfuerzo de la
asustada mula, se volvió para comprobar cómo estaba Nut. Vio su figura menuda
zarandeada por el viento huracanado, en constante trance de caer, y se asustó.
Él era fuerte como un toro, pero ella era delicada como una flor de jazmín. Si
no se ponían a cubierto, no lo lograrían. Lo había oído contar muchas veces,
sabía lo que sucedería. La persona se rinde al esfuerzo y se niega a continuar,
cae, y el aire cargado de arena lo ahoga; luego, en pocos minutos, el cuerpo
queda sepultado por completo. Pensó en subirla a lomos de la mula, pero lo
descartó, si una fuerte ráfaga la desmontara la caída podría ser fatal.
Desesperado tiró de
las riendas y se dirigió hasta la pared de piedra de su derecha, donde pensó
que el aire incidiría con menor fuerza. Tanteando con las manos, sin apenas
ver, buscaba una hendidura, un saliente, cualquier cosa que les pudiera servir
para ponerse a resguardo. Al cabo de unos cuantos metros de frenética búsqueda,
comenzó a desesperar. Golpeó el lomo de la mula, que se resistía a continuar. Sintió
que la cuerda atada a su cintura se tensaba. Esperó unos segundos a que Nut lo
alcanzara, pero nada, la cuerda seguía tensa. Retrocedió y la encontró de
rodillas, con las manos tapándose la cara.
Con el corazón en un
puño se agachó
para levantarla. Apenas se sostenía sola. Sollozando dijo:
—Es un castigo de
los dioses por desobedecer a mi familia.
—No digas eso —replicó
Silas—. Nuestro amor es puro. Yo cuidaré de ti, ya lo sabes.
Escuchó las palabras
de su amado y cerró los ojos. Él era fuerte y resistiría la tormenta. Sin su
carga podría sobrevivir.
—¡Déjame! —le gritó
cerca de la oreja.
Silas tomó su cara
entre las manos y se acercó todo lo que pudo para que ella lo escuchara.
—¡Jamás nada podrá
separarnos!
La mula comenzó a
relinchar desesperadamente y a lanzar coces. De pronto echó a correr. Silas no
soltó las riendas y fue arrastrado al igual que Nut, que continuaba atada por
la cintura. Durante varias decenas de metros trotó sobre la arena tirando de su
lastre, guiada por su instinto, hasta que por fin se detuvo. Silas, con la boca
llena de arena y los codos desollados, logró incorporarse. Entonces vio el
lugar donde se habían parado. Exultante se volvió buscando a Nut. Distinguió su
túnica verde asomando bajo la arena, que ya la cubría casi por completo. Se precipitó
y la levantó buscando su rostro.
—¡Nut! ¡Nut!
Tras unos segundos
de profunda angustia, en los que creyó que le estallaría el pecho, los ojos de
su amada se abrieron.
—¡Oh, cariño!
—musitó, y la ayudó a levantarse.
Tenían la tormenta
justo encima. Apenas podían ya respirar ni mantenerse en pie. Sin dejar de
sostenerla por la cintura, levantó el brazo y señalando gritó:
—¡Mira, estamos
salvados!
Nut miró en la
dirección que le señalaba. Distinguió una mancha oscura. Aguzó la vista y por
fin logró identificar lo que era.
Una gran piedra se
había desprendido dejando al descubierto lo que parecía la entrada a una cueva.
Llegar hasta ella no fue fácil. El intenso viento los zarandeaba de un lado a
otro como si fuesen muñecos. La roca caída pronto se cubrió de arena, y en
pocos minutos se formó una rampa por la que pudieron acceder al interior. El
asustado animal fue el primero en entrar. A pesar de lo estrecho del paso lo
hizo con rapidez, arañándose los costados al rozar contra los cantos afilados. Silas
y Nut lo siguieron, dejando atrás el infierno.
Fuera la tormenta
arreciaba, acumulando arena en la entrada recién abierta. En el interior de la
cueva el aire producía un sonido bronco, como si saliera de un surtidor, pero
estaban seguros.
—Vayamos más al
fondo —logró decir Silas, aún maravillado por la suerte que habían tenido.
Apenas se veía. Después
de caminar unos cuantos metros, Silas determinó que sería necesario hacer una
antorcha. De entre las cosas que llevaba la mula a cuestas, cogió un palo de
madera, varios trapos, una gruesa cuerda y una pequeña vasija de barro llena de
aceite. Primero envolvió el extremo del palo con los trapos, luego los ató
meticulosamente con la cuerda, asegurándose de dar varias vueltas para que
estas quedaran bien apretadas, y finalmente empapó todo de aceite; entonces,
sacó yesca y pedernal de su bolsa de piel de oveja, y se acuclilló en el suelo.
Al cabo de varios intentos, la yesca ardió y creó un pequeño fuego. La antorcha
prendió rápidamente, iluminándolo todo con una luz danzante y ancestral.
Lo primero que buscó
fueron los ojos de su amada. Acercó la antorcha a su rostro con cuidado y la
observó unos segundos... hasta que la vio sonreír.
—Los dioses... ¡ves
cómo aprueban lo nuestro! —exclamó Silas, sin poder evitar el entusiasmo.
Levantó la antorcha para
distinguir dónde estaban. Se sorprendió con la belleza de las rocas que los
rodeaba. Era una cueva virgen, y no tendrían el problema de que hienas o
guepardos la usaran de morada. Por eso se animó a continuar explorándola.
—Vayamos un poco más
adentro, aquí todavía sopla el viento.
—Estoy llena de
arena y cansada, y tú tienes los brazos heridos. Descansemos aquí y comamos
algo —sugirió Nut, haciendo un mohín delicioso.
Silas reprimió su
entusiasmo aventurero y clavó la antorcha en el suelo.
—Está bien, voy a
preparar una fogata.
Tardaron un buen
rato en quitarse toda la arena. Luego, Nut aplicó miel a las heridas de los
brazos de Silas y se los vendó. Se sentaron a comer alrededor del fuego.
Tomaron leche, dátiles y un poco de carne seca de buey. La mula rebuznó de
satisfacción después de devorar su ración de heno y agua, y se tumbó finalmente
en el fresco suelo.
—Vaya, creo que ya
ha decidido dónde pasar la noche —dijo Nut, limpiándose la boca con delicadeza,
usando un pañuelo de fino lino.
—Eso parece —añadió Silas.
No tuvieron que esperar
mucho para que la pasión les volviera a asaltar y, a la luz danzante de la
hoguera, sus jóvenes cuerpos se entrelazaron hasta convertirse en uno.
—¿Sabes dónde
estamos? —preguntó Nut, con el aliento todavía agitado, una vez se separaron
satisfechos.
—Me perdí con la
tormenta. Mañana subiremos a lo alto de la montaña y desde allí me orientaré,
ya lo verás. Tranquila —respondió, y se levantó de un brinco.
Caminó por la cueva
con la antorcha en la mano, maravillado con las rocas milenarias, sabiéndose el
primer hombre que las contemplaba. Distinguió, como experto cantero, gran
abundancia de grauvaca, una roca muy apreciada para la construcción de estatuas,
y también pizarra y cuarzo. Todo era de una belleza hipnótica. Nut le observaba
recostada sobre una estera, admirando su esbelto y musculoso cuerpo, que
brillaba bajo la luz ambarina de la antorcha.
De repente, Silas,
se detuvo y se acercó nervioso a la pared.
—¡No puede ser!
—musitó.
—¿Qué pasa?
—preguntó Nut, que no perdía detalle de sus movimientos.
No contestó. Con
mano temblorosa acarició la roca sin dejar de hablar entre dientes. Arrimó la
antorcha y entonces, Nut, lo vio.
—¿Eso es...? —no
concluyó su pregunta, Silas se adelantó.
—Sí, cariño, esto es
oro.
Los reflejos dorados
no dejaban lugar a dudas, parte de la pared del fondo estaba cubierta de
pepitas de oro.
Silas recorrió la
lengua áurea de extremo a extremo, calculando su anchura y longitud, y
especulando sobre su profundidad. Sin decir nada, corrió hasta la mula y cogió
su pico. Nut se levantó y sostuvo la antorcha mientras él golpeaba la pared con
precisión, siempre en el mismo sitio. Al cabo de un rato paró e introdujo la
mano, hasta medio antebrazo, en el agujero que había hecho. Sus ojos brillaron
al sacarla y contemplar sus dedos manchados de polvo dorado.
—¿Sabes lo que esto
significa? —preguntó cogiendo el rostro absorto de Nut.
Ella no respondió,
solo fue capaz de negar tímidamente con la cabeza.
—Es una veta grande
y profunda, de aquí saldrá mucho oro. Oro que nos hará muy, muy ricos —concluyó
Silas, dándole un sonoro beso en los labios.
—¿Estás seguro?
—Sí, mira —dijo
entusiasmado, y recorrió la pared con la antorcha—. Va desde aquí, hasta... —de
pronto se paró y alumbró a lo lejos.
Trepó por unas rocas
que se acumulaban en un extremo y se detuvo a unos tres metros de altura, tras
un saliente. Por un instante desapareció de la vista de Nut, aunque aún podía
distinguir la danzante luz de su antorcha.
—¡Ven, sube, tienes
que ver esto! —le oyó gritar.
Subió, confundida
pero entusiasmada, contagiada por la felicidad que desprendía el tono de voz de
su amado. Arriba, apoyado junto a una estrecha abertura oculta desde abajo, la
esperaba Silas.
—Mira, la veta
continúa por aquí, y parece ensancharse.
El hueco era más o
menos de un metro por un metro. Nut se asomó con cuidado y alumbró con la
antorcha. Primero miró abajo. Distinguió una suave pendiente que descendía unos
diez metros y, paralela a ella, a unos dos metros del suelo, una ancha franja
dorada que llegaba hasta donde alcanzaba la luz.
—Vamos, quiero saber
dónde termina —le instó Silas, acariciando
su nuca.
Y cogidos de la
mano, riendo como niños, descendieron la pendiente de rocas sueltas hasta que
llegaron abajo. La cueva que descubrieron era aún mayor que la que habían
dejado atrás. Comprobaron con júbilo que la veta de oro continuaba hasta la
pared del fondo, a unos treinta metros, donde se abría un agujero a ras del suelo.
—¡Oro! ¡Más oro!
Gritó Silas y,
levantando a Nut en volandas, giró con ella haciendo resonar sus carcajadas
contra las rocas de grauvaca. Luego
la besó lenta y apasionadamente y, agarrado a su mano, tiró de ella.
—Venga, sigamos.
—¿Vamos a pasar por
ahí? —preguntó Nut.
—Claro —respondió Silas,
entusiasmado, al tiempo que metía la antorcha por la estrecha grieta de la
pared para echar un vistazo—. Creo que la veta sigue, pero hay que asegurarse.
Nut se asomó y
comprobó que la grieta daba paso a un angosto túnel por el que tendrían que
reptar.
—Tengo miedo. ¿Y si
no tiene final?
—Iré yo, tú espérame
aquí —sentenció, Silas, con delicadeza, tomando entre sus manos el rostro de su
amada.
Nut se estremeció al
sentir sus manos fuertes, y de súbito se notó henchida de valor. Miró sus ojos
y dijo:
—Siempre juntos.
—Siempre juntos
—repitió Silas, a media voz, con la calidad de una promesa.
El huracanado viento
batió las montañas durante toda la
noche, y la arena continuó acumulándose en la entrada de la cueva. A la mañana
siguiente la calma volvió. El sol, libre ya de las nubes de arena, brillaba con
toda su intensidad. Nada en el paisaje recordaba la tormenta pasada; todo
estaba igual, o casi. En la falda de una
montaña, donde antes había una pared de roca, ahora la había de arena. Una
insignificante diferencia en la inmensidad del desierto.
La mula no se
levantó hasta el segundo día. La oscuridad la asustaba y solo el rugir de sus
tripas y la lengua seca, hicieron que se moviera. Durante horas, apoyada contra
la fresca pared de la cueva, relinchó lastimera llamando a sus amos.
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