LA ESTRATEGIA DEL DIABLO


LA ESTRATEGIA DEL DIABLO




Fecha de publicación en digital             

y papel 5 julio de 2019.
A continuación podrás leer la 
sinopsis y el primer capítulo del libro.
Longitud el libro: 576 páginas




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SINOPSIS



El robo de un objeto legendario, un extraño asesinato, un misterioso experto en antigüedades y una policía de homicidios atormentada por su pasado se entremezclarán en este perturbador thriller policiaco.
Enfrentada a una investigación repleta de mitos y secretos, la inspectora Elena Valdeón deberá sumergirse en el oscuro mundo de las sectas satánicas, y seguir las pistas dejadas por un crimen atroz cometido hace casi dos mil años, si desea resolver el caso más inquietante y peligroso de toda su carrera.

Una adictiva novela que te conducirá, sin remedio,
hasta las mismas puertas del Infierno.






PRIMER CAPÍTULO













La luz del ocaso se dispersaba por el cielo tiñéndolo de un rojo vívido y hermoso. Al galope, cuatro jinetes se alejaban de la ciudad. No aflojaron al llegar a una arboleda, y la atravesaron con pericia usando una senda estrecha y sinuosa que terminaba en un arroyo poco profundo de aguas cantarinas. Tras vadearlo, enfilaron decididos la pendiente desprovista de vegetación de una colina. Un viento inconstante esparcía el polvo que levantaban los cascos de los caballos y refrescaba el rostro sudoroso de los hombres. Antes de alcanzar la cima, la silueta de una magnífica villa comenzó a recortarse contra un horizonte incendiado por un sol que acababa de desaparecer. Lejos de aminorar el ritmo, el jinete que iba en cabeza espoleó a su montura para salvar el último repecho. Los otros tres lo siguieron, diligentes. El llano estaba repleto de vides perfectamente situadas alrededor de la villa. Tan juntas se encontraban, que sólo un camino era adecuado para cabalgar. Poco antes de llegar al muro que protegía la propiedad, las plantas cargadas de uvas desaparecieron para dejar a la vista una tierra oscura y fértil que daba sustento a arbustos colmados de flores marchitas. Los jinetes, por fin, ralentizaron la marcha hasta detenerse frente al portón de madera tachonado con clavos y enmarcado por una tupida enredadera. Los caballos relincharon agradecidos por el descanso. Y aún más, cuando los jinetes desmontaron. El primero en hacerlo fue Tarpeius, el hombre al mando de la partida, un curtido centurión plagado de cicatrices que desde hacía cinco años trabajaba a las órdenes del magister officiorum como in rebus; un trabajo infinitamente mejor que el de luchar en las fronteras contra los bárbaros. Lo había hecho contra francos, germanos, sajones, anglos, jutos, hunos... Todos pueblos despiadados y salvajes que se lanzaban a la batalla igual que hienas, dispuestos a despedazar lo poco que quedaba del Imperio. Cuando Tarpeius vio la oportunidad de dejar todo aquello y servir al Emperador de otra manera, no la desaprovechó. Sus tres subordinados —mucho más jóvenes e inexpertos que él— no tenían su mirada ausente, forjada durante toda una vida de campañas, acero y muerte. Ni tampoco sus tormentosos recuerdos. Ni sus noches en vela plagadas de cuerpos desmembrados y tierra cubierta de sangre. Ellos habían sido más listos; apenas cumplieron con sus años como legionarios, solicitaron el ingreso en el Cuerpo en busca de un futuro más cómodo y seguro. Un agente in rebus era el responsable de realizar las escoltas de los altos cargos y, sobre todo, de garantizar la entrega segura de los correos; pero también se encargaba de espiar a sospechosos de intrigar contra el Imperio, y de detener a criminales. Y en eso estaban, dispuestos a cumplir con la orden dictada por el magister y arrestar al mayor y más cruel asesino que se recordara en toda la historia de Roma, lo cual era decir mucho.

—Tenemos orden de llevarlo vivo.
—Ya, pero... —el joven interrumpió la frase al ver la fría mirada de su jefe.
—Dejadme a mí —terminó diciendo el antiguo centurión, al tiempo que apretaba la mano en torno a la empuñadura de su gladius—. Si no hay más remedio, quiero ser yo el que le saque las tripas a ese malnacido.
Los últimos rayos de luz se escapaban en el horizonte provocando sombras duras y alargadas. Una violenta ráfaga de viento agitó las capas de los cuatro hombres e hizo que entornaran los ojos para evitar que la arena lanzada con violencia los dañara. Tarpeius, tras comprobar que en su bolsa de cuero continuaba la orden de arresto firmada por el magister, miró la argolla que salía de un agujero practicado en el portón y pendía de una cadena, y tiró de ella bien fuerte. Lo hizo dos veces, tres... La soltó cuando creyó oír en la lejanía el tañido de una campana.
El estridente ruido del badajo golpeando el bronce sobresaltó al amodorrado hombre que dormitaba sentado en una silla de mimbre, con la cabeza apoyada en la pared. Se encontraba en el triclinio, o comedor principal, que en aquel momento estaba escasamente iluminado por un par de lámparas de aceite colgadas de la pared del fondo, a ambos lados de un ventanal con las cortinas echadas.
Una figura se movió en un rincón oscuro.
—¡Priso! ¡¿No oyes que llaman?!
La voz sonó profunda, cavernosa y extremadamente alterada.
—Sí, sí..., señor. Lo oigo.
La figura salió de las sombras y se precipitó hacia él.
—Pues, ¡¿a qué esperas para abrir?! —le gritó, escupiendo saliva.
Priso se levantó de un salto de la silla y se quedó frente a frente con el hombre. Era menudo —él le sacaba una cabeza— y flaco. También mucho mayor, casi un anciano; pero su rostro macilento y sudoroso, el rictus contraído de su boca y el fuego que despedía su mirada, hubieran intimidado hasta al mismísimo Hércules.
—Tiene que ser Carpóforo —musitó el hombre dulcificando la voz, mientras se frotaba nervioso las manos—. Ese desgraciado hace horas que debería estar aquí.
Vestido con una túnica blanca bastante sucia y calzado con unas sandalias de cuero muy gastado, el hombre caminaba cabizbajo de un lado a otro arrastrando los pies sobre el suelo de mosaico. Priso le observaba sin atreverse a mover un músculo. En los más de diez años que llevaba a su servicio siempre había respetado a su señor, pero fue durante el último mes cuando también había comenzado a temerlo. Las bolsas llenas de áureos, denarios y sestercios que él y su compañero Carpóforo recibían después de cada encargo, compensaban; y la promesa de libertad les había terminado de convencer para que aceptaran tan miserable trabajo. Además, ¿qué podían hacer dos esclavos cuyo futuro era tan negro como la pez que recubría el interior de las ánforas? Se les había presentado una oportunidad que no podían rechazar. Saldrían de allí ricos y libres. Del resto se olvidarían. O eso les gustaba pensar.
—No creo que se haya atrevido a volver sin traerlo. Sí, seguro que lo trae —confirmó el hombre, reflexivo—. ¡A qué esperas, estúpido! —gritó de nuevo, al tiempo que señalaba con un dedo huesudo la puerta de salida—. Estaré en la bodega. Bajadlo allí.
El esclavo obedeció y abandonó el triclinio a la carrera.
Cuando se quedó solo, el hombre se dirigió hacia la puerta de su izquierda animado por una repentina energía. Recorría el pasillo que llevaba hasta la salida de la mansión principal, camino del edificio anexo, cuando una sonrisa enfermiza asomó a su rostro demacrado y marchito. Esta noche acabará todo, se decía, y empezará una nueva vida para mí. Lo hecho no importará. El pasado será sólo eso, pasado. Un futuro luminoso y pleno me espera. Mis riquezas, oh, se regocijaba, podré disfrutar al fin de ellas sin límites. Tras atravesar el patio, tomó una antorcha de la pared y se adentró en el pequeño edificio que hacía de alacena. La luz oscilante de la tea iluminó los sacos de trigo, los trozos de carne seca pendiendo de ganchos y las grandes tinajas llenas de agua potable. Un gato pasó entre sus pies como una flecha, directo a una esquina oscura. Se escuchó una breve lucha, y luego el corto y lastimero chillido de una rata.
—Buen chico —masculló el hombre.
Al fondo de la despensa, en el suelo, se abría una escalera que llevaba a la bodega. Allí era donde se almacenaban las uvas antes de su pisado, y donde se guardaba el vino en enormes barriles para su fermentación. Año tras año siempre había sido así, puntualmente; sin embargo, ese octubre las uvas aún seguían sin vendimiarse.
Tanteando, buscó el pasamanos y bajó con cuidado las empinadas escaleras. La llama de la antorcha fue iluminando su descenso hasta que llegó abajo. Al prender los candiles que había en las paredes, la oscuridad se disipó parcialmente. Una vaharada de olor apestoso inundó su pituitaria, pero él apenas lo notó. Resuelto a disponer todo para cuando llegara el momento, el hombre se dirigió al fondo y abrió un armario muy rústico. Había varias cosas en su interior. Una de ellas era un objeto envuelto en un delicado paño de tela dorada que depositó con sumo cuidado en una tabla a modo de mesa situada sobre dos caballetes; otra, una toga negra. Se despojó de sus ropas y se vistió con ella. Lo último que había en el armario era un enorme cuchillo con mango de asta de ciervo. Lo cogió. La hoja destelló bajo la luz de las antorchas.  Pasó la yema de su dedo por el afilado filo. Un placer antiguo, primario, incendió sus entrañas. Un cosquilleo desperezó su entrepierna dormida y le trasportó a otra época, a otra edad. Con los ojos cerrados, y un hilillo de baba cayendo por la comisura de la boca, el hombre se permitió fantasear con un sueño que estaba a punto de cumplirse.
Unas nubes negras, empujadas por un viento repentino, sumieron a la villa en una oscuridad prematura. Priso miró al cielo, sorprendido por lo rápido que llegaba la noche. También había bajado mucho la temperatura. Descalzo y vestido únicamente con unos calzones, el esclavo sintió frío. Dudó en volver a por su túnica. Lo descartó y se encaminó al portón. Ni siquiera se asomó a la portezuela para mirar de quién se trataba. El señor vivía solo, y, desde que enviudó hacía cinco años, casi no recibía visitas. Además, las entregas de mercancías desde la ciudad se realizaban por la mañana, al igual que el correo. Sólo podía tratarse de Carpóforo, sin duda. Eso pensaba Priso mientras descorría el cerrojo y abría la pesada hoja de madera, y por esa razón la sorpresa fue mucho mayor. La visión de aquellos cuatro hombres armados junto a sus caballos le produjo un escalofrío incontrolable. El graznido de un cuervo que pasó volando bajo y las primeras gotas de lluvia añadieron más leña al negro presagio que cruzó por su cabeza.
Tarpeius se adelantó a sus hombres, echó un vistazo rápido al esclavo en busca de armas y, luego, antes de hablar, lo miró directamente a los ojos con una intensidad abrumadora.
—Buscamos a Galba Licio Aurelio. ¿Es tu dueño, verdad?
Intimidado, Priso reculó. Fue solamente un paso, pero bastó para que uno de los hombres de Tarpeius desenvainara la espada. Se trataba de Horatio, un galo impulsivo y diestro con el acero que se moría por demostrar a su jefe de qué pasta estaba hecho. El viejo centurión levantó una mano y con eso bastó: Horatio envainó su espada y destensó los músculos. Tarpeius, que no había quitado ojo al esclavo, repitió de nuevo.
—Contesta. ¿Es tu señor, verdad?
Priso bajó la mirada y asintió.
—Llévanos con él.
Las gotas de lluvia se hicieron cada vez más grandes y se intensificaron. La luz menguó tanto que Priso sólo distinguía el blanco de los ojos de aquel hombre, y un brillo en ellos que le helaba la sangre. No había que ser muy listo para saber que la situación no pintaba muy bien. Hubiera echado a correr, pero adónde iría. Aquellos hombres a caballo lo alcanzarían enseguida. Tenía que mantener la calma. Quizá la visita de esos soldados se debiera a un asunto relacionado con la época en la que su señor trabajaba a las órdenes del Emperador como procurador de la principal biblioteca de Roma.
—Lo correcto sería... anunciarles —titubeó finalmente.
—Eso no será necesario. —Con un gesto brusco de la cabeza Tarpeius indicó al esclavo que se apartara, y los cuatro hombres franquearon la puerta acompañados de sus caballos.
Primus, el tercero de los agentes, se encargó de atar las riendas a un madero de la entrada y luego se sumó a la comitiva.
En silencio, los cuatro siguieron al esclavo. Atravesaron un patio adornado con esculturas de mármol sucio y pérgolas rodeadas por cipreses, plátanos y setos de laurel sin cuidar. En el estanque que había justo enfrente de la entrada a la mansión, varios peces muertos flotaban en un agua verdosa y llena de hojarasca. La villa era magnífica, aunque se respiraba una sensación de dejadez y decadencia.
—El señor no está en la casa —se limitó a decir Priso, para justificar el porqué bordeaban el edificio principal y continuaban por el exterior.
Tarpeius escudriñaba con mirada cauta, fijándose en las amplias terrazas con vistas al jardín y en las ventanas abiertas, en busca de alguna sombra o movimiento sospechoso. Sus muchos años como soldado le habían hecho precavido y desconfiado, llevándole a la certeza de que uno jamás estaba a salvo de una saeta lanzada por una mano experta.
La lluvia había comenzado a embarrar el suelo cuando llegaron al edificio anexo.
—Está en la bodega —dijo Priso, señalando el interior oscuro de la alacena—. Abajo.
—Enciende una antorcha y muéstranos el camino —le ordenó Tarpeius. 
Como no hacía por entrar, Horatio, sin esperar indicaciones de su superior, le propinó un empujón.
Resignado, Priso entró, buscó yesca y pedernal, y encendió un par de candiles. Sólo cuando la estancia quedó relativamente iluminada, la partida de agentes pasó.
Primus se hizo con una antorcha situada en un soporte de metal de una pared, la prendió y se la ofreció a Tarpeius. Éste la cogió y recorrió con ella el almacén, sin dejar ningún rincón oscuro por revisar. Al borde de las escaleras que bajaban a la bodega, se detuvo.
—Detrás de ti —dijo al esclavo, imperativo.
Priso obedeció y comenzó a descender. El antiguo centurión lo seguía de cerca, con la antorcha en su mano izquierda y el gladius en su derecha. La luz ambarina iluminaba la espalda mojada del esclavo, al tiempo que desvelaba los peldaños de madera y las paredes de adobe. A medio camino, el nauseabundo olor que salía de las profundidades se volvió insoportable. Los soldados se quejaron, tapándose la nariz y la boca con las capas.
—¿Qué demonios hay aquí? —preguntó Spurio, aguantando una arcada.
El esclavo calló y siguió bajando. También Tarpeius, aunque ese olor le resultaba demasiado familiar como para no saber qué lo producía. Lo había sufrido muchas veces en el pasado; sobre todo, cada vez que entraban en un pueblo romano masacrado por los bárbaros semanas antes.
Por fin llegaron a la bodega. Allí el hedor era tan denso que les costaba respirar.
El hombre había escuchado las pisadas que descendían por la escalera y esperaba ansioso y sonriente.
—Ya llega —se dijo, manoseando el cuchillo.
Pero su rostro mutó en un instante al ver a su esclavo seguido por aquellos extraños.
—¿Quiénes son ustedes? —gritó, más frustrado que molesto.
   Tarpeius se tomó su tiempo antes de contestar. No quería sorpresas. Según la información que tenía, durante el último mes en la casa sólo vivían el bibliotecario y sus dos esclavos; el resto de los trabajadores habían sido despedidos. Sin embargo, dadas las circunstancias, no estaba de más asegurarse. Al igual que hiciera arriba, inspeccionó el lugar moviendo la antorcha de un lado a otro. Únicamente cuando estuvo seguro, centró su mirada en el hombre que había al fondo, de pie, detrás de lo que parecía un altar improvisado. Vestía de negro, con una larga túnica que le llegaba hasta el suelo. Un par de lámparas de aceite a su espalda lo iluminaban a contraluz, y pudo distinguir que se trataba de un anciano menudo, algo encorvado, con el rostro surcado por profundas arrugas y un alborotado pelo cano y ralo. La descripción que tenía del sospechoso coincidía, pero quiso confirmarlo.
—Buscamos a Galba Licio Aurelio, ¿es usted?
El hombrecillo se revolvió como si hubiera sido atravesado por un rayo. Finalmente asintió.
—Sí. ¿Quién quiere saberlo?
—Traigo una orden de arresto firmada por el magister officiorum. Debe acompañarnos.
Tarpeius pasó la antorcha a Primus y echó mano a su bolsa de cuero. Aunque la situación parecía inequívoca, quería hacer las cosas bien. Aquella enorme villa pertenecía a un hombre muy rico, y no deseaba cometer ningún error que complicara la detención y su futuro en el Cuerpo. Por esa razón, conteniendo las ganas de apresarlo de inmediato, desenrolló el pergamino donde se explicaban sucintamente los motivos del arresto y el nombre del acusado. Cuando terminó de leer, se acercó y se lo mostró para que viera el sello oficial.
El hombrecillo desvió la mirada de la orden y la clavó en los ojos del centurión antes de hablar.
—Es un error. Soy inocente.
Su voz sonó acuosa y débil. Sus ojos, de mirada glauca y vacía, se asemejaban más a los de una estatua de piedra que a los de un hombre. Tarpeius, ya más cerca, también pudo observar bien su rostro: blanquecino, demacrado y plagado de pústulas rojizas que supuraban un líquido amarillento. Aguantando el asco y el rechazo que le producía aquel hombre, se mantuvo firme.
—Tenemos a su esclavo, Carpóforo. Fue detenido mientras cumplía uno de sus encargos. Lo ha confesado todo.
—¿Todo? —repitió Galba, burlón, a la vez que esbozaba una sonrisa desdentada.
—Sí —respondió Tarpeius, rotundo.
Él había estado presente durante el interrogatorio al esclavo, y sabía lo que había costado que hablara. Se resistió durante horas, aguantando bien los latigazos a pesar de que las correas trenzadas con aguijones de acero le dejaron las costillas al descubierto; y mantuvo la boca cerrada también mientras le sumergían las manos en agua hirviendo; pero se le soltó la lengua cuando lo amenazaron con aplicarle el "nido", una tortura que consistía en untar al reo con leche y miel e introducirlo en un barril lleno de gusanos, los cuales, estimulados por el dulce, lo devorarían durante días, incluso semanas, provocándole un sufrimiento atroz. Carpóforo, finalmente, negoció una muerte rápida a cambio de su confesión. Una confesión que no cabía duda de que era cierta, porque nadie podría imaginar algo tan aberrante y retorcido.
—No saben nada. Nada —masculló Galba, mientras se pasaba la mano por la cabeza y un gran mechón de pelo blanco quedaba entre sus dedos al retirarla.
La voz de Primus sacó a Tarpeius de su estupefacción.
—El olor viene de allí.
Señalaba una enorme barrica situada en un extremo de la bodega. Raudo buscó un taburete, lo acercó y se subió a él con la antorcha en la mano. Comprobó que el tonel tenía una tapa sin clavetear. La empujó hasta que cayó, produciendo un ruido sordo al chocar contra el suelo de arena y paja. Al instante, miles de moscas salieron produciendo un zumbido ensordecedor.
Cuando se disipó la nube de insectos, conteniendo la respiración y entornando los ojos para soportar el picor que los irritaba, Primus se asomó a la barrica introduciendo la antorcha. Los vapores de la descomposición avivaron la llama, y un vaho nauseabundo golpeó su cara.  El espanto que contempló a punto estuvo de tirarlo del taburete.  No tuvo que decir nada.
Tarpeius sabía lo que su subordinado había encontrado: Carpóforo había sido muy explícito. Horatio y Spurio también entendieron, y encauzaron su indignación hacia Priso, al que golpearon hasta hacerle caer al suelo para después atarle las manos a la espalda.
Tarpeius se volvió hacia el hombrecillo. Lo observó con un desprecio absoluto antes de dirigir su mirada al objeto que había sobre la tabla, a su derecha.
—¿Todo por esto? —preguntó, señalándolo con un gesto displicente de su mentón.
—Ignorante. No sabes de lo que hablas —escupió Galba, apoyando una mano en la tabla, cerca del cuchillo.
El viejo centurión evaluó la situación. Si le daba la oportunidad y dejaba de mirarlo por un segundo, aquel miserable empuñaría el arma y atacaría. Una estupidez a la desesperada, pero lógica en una mente enferma como la suya. Si lo hacía, como suponía, tendría la ocasión de despacharlo de inmediato y con testigos. Aunque, por otra parte, eso supondría proporcionarle una muerte rápida. Algo que no se merecía.
—Apresadlo —se limitó a decir, alejando el cuchillo con la punta de su espada.
Horatio y Spurio fueron tan expeditivos como lo habían sido con Priso, y rápidamente inmovilizaron a Galba y lo maniataron. No opuso resistencia. De repente, fue como si el fuego de su mirada y la arrogancia de sus palabras hubieran desaparecido para dejar paso a un despojo tembloroso y repulsivo que no levantaba los ojos del suelo.
—¿Qué hacemos con eso? —preguntó Primus, ya repuesto, señalando el objeto envuelto en la tela dorada que había sobre la mesa.
—Nos lo llevamos —indicó Tarpeius—. Tened mucho cuidado con él.
Primus buscó un capazo de mimbre de los usados para recoger las uvas, lo introdujo en él y esperó nuevas órdenes.
Tarpeius miró en derredor, comprobando si se le pasaba algo por alto. Enseguida concluyó que no. Tenía todo lo necesario. Además, se moría de ganas por abandonar aquel lugar de pesadilla.
—Nos vamos.
Ya en el exterior, el viejo centurión levantó la cabeza para recibir en la cara las refrescantes gotas de lluvia que continuaban cayendo, y llenar los pulmones de aire limpio con olor a tierra mojada. Se detuvo un instante para disfrutar del momento. Sus hombres pasaron a su lado, llevando a los dos reos. Empezaba a sentirse mejor cuando, de pronto, Galba se volvió al llegar a su altura. Su rostro seguía siendo el de un anciano enfermo, casi moribundo, pero su mirada había rejuvenecido. Sus ojos ya no evidenciaban el deterioro de la edad, sino que se mostraban despiertos y chispeantes. Incluso... hermosos.  
—Él ha fallado —susurró, con una voz que a Tarpeius le pareció de mujer—. Otro lo conseguirá. El tiempo no importa.
Tras esas palabras, los ojos del anciano enfermo volvieron a aparecer; y continuó andando, arrastrando los pies por el suelo embarrado.
En aquel momento, el veterano centurión supo que se acababa de añadir una nueva y aberrante visión a sus terribles pesadillas.



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