De
madrugada, en un vertedero situado en el extrarradio sur de Madrid, es hallado
el cuerpo sin vida y horriblemente mutilado de una adolescente.
A
pesar de que al principio se barajan diversas hipótesis, la similitud con el
modus operandi utilizado en otro crimen —perpetrado un año antes— llevará a la
inspectora Elena Valdeón a la convicción de que se encuentran ante un
despiadado, inteligente y perturbador asesino en serie. Un verdadero monstruo al
que deberá enfrentarse —junto a sus propios demonios— en una lucha sin cuartel,
arriesgándolo todo, incluso la cordura.
Después de "La
estrategia del diablo" llega este duro y descarnado caso en el que
la inspectora Valdeón acabará implicándose hasta más allá de lo tolerable.
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PRIMER CAPÍTULO:
NÉCTAR ROJO
Extrarradio de Madrid.
Zona sur.
Madrugada.
Las farolas lejanas apenas iluminan las montañas de desechos
acumulados en el descampado. Muebles rotos, electrodomésticos, coches
desvencijados, motocicletas, colchones, ropa vieja... Basura y más basura tirada
sin control durante años.
La gran urbe y sus luces nocturnas contaminan el cielo con un
resplandor anaranjado que oculta las estrellas, pero sobre el vertedero los
puntos brillantes se muestran en todo su esplendor ajenos al triste paisaje que
se extiende bajo ellos.
En la linde de la carretera que bordea el descampado hay situadas enormes
vallas publicitarias que evitan, en lo
posible, la visión vergonzante de la basura. El detritus, el resultado de la
inmensa y descontrolada digestión de una ciudad, no es agradable de contemplar.
Una leve brisa agita el pelaje lustroso de una enorme rata que se ha
parado junto a un sillón destripado. Una brisa fría que trae olores que
estimulan la pituitaria del roedor igual que haría el delicioso aroma de un
trozo de queso recién cortado.
O de carne.
O de sangre fresca.
Su hocico vibra nervioso. Levanta la cabeza y confirma la dirección.
Entonces se pone en marcha moviendo sus bigotes, orientándose en la oscuridad
con los sentidos del tacto y del olfato, hasta que da con el rastro.
Con glotonería, lame el néctar rojo que mancha la tierra. Un pequeño
charco que pronto acaba para luego seguir el reguero de sangre hasta un bulto
tirado en el suelo. Tiene hambre, y ese líquido denso y cálido es delicioso. El
sonido de sus tripas vacías le hace ser menos prudente de lo habitual y se
acerca. Sentada sobre sus cuartos traseros, olfateando el aire, duda. El aroma
que percibe le es familiar. Olor a humano. No le gusta. Son peligrosos.
Una señal de alarma se enciende en el pequeño cerebro de la rata. Aún
así, prueba suerte. El hambre manda.
Unos pasitos más y llega hasta el bulto. Busca la fuente de la que
mana la ambrosía roja y, cuando da con ella, goza unos segundos lamiendo con
los ojos cerrados.
Hasta que un movimiento brusco la espanta.
Entonces corre veloz a ocultarse detrás de unas cajas de madera
podrida, y, desde allí, observa relamiéndose, negándose a renunciar a tan
suculento manjar.
El bulto se agita de nuevo, espasmódico, casi violento, al tiempo que
emite un quejido largo, gutural y escalofriante.
La rata, asustada, abandona definitivamente la comida y huye bajo los
montones de desechos.
El cuerpo sigue moviéndose en el suelo, reptando ineficaz como haría
una enorme serpiente que se hubiera tragado un cervatillo. También los
ininteligibles lamentos continúan un rato. Hasta que, por fin, deja de moverse
y el silencio envuelve de nuevo aquel estercolero hediondo, aquella letrina,
aquella herida incurable que toda ciudad tiene a decenas.
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