SINOPSIS
Un virus. No hay cura. No hay vacuna. Todo intento por contener la epidemia es inútil. En pocas semanas la práctica totalidad de la humanidad está infectada. El "Fubarbundy" corre por sus venas transformándolos en seres brutales, sin mente, sin alma. Grupos reducidos de personas luchan por sobrevivir en una guerra desigual por evitar la extinción. Esta es su historia.
Ambientada en un Madrid devastado y lleno de infectados hambrientos, este libro te sumergirá en una aventura que te enganchará desde la primera página y te sacudirá el alma. Sentirás que estás con los protagonistas, a su lado, experimentando su miedo, su dolor, su desesperación... su esperanza. No querrás abandonarlos a su suerte y caminarás junto a ellos por una tierra que ya no es nuestra.
Pincha en logo para comprar.
Primer capítulo.
1. EL VIRUS
Es una mañana soleada del mes de octubre, cerca de Central Park. La
vida se desparrama por las calles y un bullicio de voces y motores lo envuelve
todo. Un padre lleva a sus hijos al colegio entre un tráfico infernal, mientras
los mira por el retrovisor, sonríe. No puede evitar sentir un leve sentimiento
de angustia al pensar en su futuro, “esta maldita crisis”, piensa. Sacude sus
pensamientos y reafirma su sonrisa, “no hay mal que cien años dure”. Los
comercios empiezan a abrir y el chirriar de los cierres al levantarse se une al
resto de los ruidos que componen el sonido que produce la vida en una gran
ciudad.
El día se inaugura una vez más.
Un hombre de cincuenta y dos años que aparenta setenta se viste con
parsimonia en su apartamento de Central Park West. Sobre la mesa de cristal del
amplio salón tiene unas hojas grapadas, va hacia ellas, las mira, las acaricia
y luego firma todas. Son la solicitud de divorcio de su joven esposa. Cuando
termina las vuelve a dejar sobre la mesa. Hace el gesto de guardarse la pluma
en el bolsillo de su chaqueta pero se detiene y también la deja sobre las
hojas. “Que seas muy feliz con tu nuevo marido… el resto de tu vida”, dice
entre dientes con una sonrisa nerviosa. Podría parecer un loco, él sabe que es
un genio, pero realmente es un cobarde, el mayor de los cobardes.
Una vez en la calle espera la llegada del taxi que ha solicitado por
teléfono. Lleva una gabardina ligera, una maleta y una pequeña bolsa de mano.
La luz le molesta y se pone unas gafas de sol. El taxi llega y se sube, sin
titubeos, con decisión, como tantos otros harán esa mañana. Saluda al taxista y
le indica el destino: Aeropuerto JFK. El taxista, un hindú de mediana edad, es
de carácter abierto y no tarda en trabar conversación con él. Le habla de esto y
de lo otro sin un rumbo fijo, a través de la mampara de seguridad. El
desconocido asiente sin prestar atención a lo que le dice mientras mira por la
ventanilla y registra cada imagen que ve, cada gesto de la cara de los
viandantes, cada sonido. Luego baja un poco la ventanilla y también intenta
impregnarse de cada olor. El trayecto transcurre sin incidentes y en cuarenta y
cinco minutos llegan al aeropuerto. Baja del coche y se dirige al maletero, el
taxista lo acompaña, abre el capó y le entrega la maleta. Extiende un billete
de cien dólares y espera para recibir el cambio. Una brisa suave pero fría
empieza a levantarse. Guarda los billetes del cambio en su cartera dejándole diez
dólares de propina, y antes de que el taxista se retire le tiende la mano. No es
un gesto muy común, no suele darse, recibir propina sí, pero un apretón de
manos de un cliente no es algo a lo que un profesional del taxi esté
acostumbrado. El hindú, que solo lleva una ligera camisa, siente frío, parece
inquieto por volver dentro del vehículo. Mira al desconocido y le estrecha la
mano con una sonrisa sincera, piensa que aún quedan personas educadas. Luego
vuelve a sentarse al volante dispuesto a continuar con su dura jornada. Un
pequeño escalofrío lo sacude, sube la calefacción y mira el retrovisor, no
viene nadie, puede continuar, aún le quedan muchas horas de trabajo.
Él será el primer infectado.
El desconocido entra en el aeropuerto y
comprueba la hora de salida de su vuelo: 8430 destino París a las 11:00 a.m.
Tiene mucho tiempo, por eso primero compra el periódico y luego se toma un
café. Comprará tres periódicos más en otras tiendas y se tomará otros cuatro
cafés en otras cafeterías. Recorre escaleras y entra en todos los baños que
encuentra. Con una hora de antelación factura su maleta y, con su bolsa de
mano, accede al control de pasajeros.
En ese momento más de cien personas están infectadas.
Entrega su pasaporte y su tarjeta de embarque y pasa su equipaje de
mano por el escáner. Ha metido en una bolsa transparente unas pastillas contra
la acidez de estómago, un pequeño bote de líquido para las lentillas y un
frasco de perfume, ambos con capacidad inferior a cincuenta mililitros. Pone la
bolsa en la bandeja, junto con su reloj, el móvil, unas llaves, el cinturón,
unas monedas sueltas y los zapatos. El control lo realiza una mujer con
uniforme azul, lleva guantes de látex e inspecciona rutinariamente el contenido
de la bandeja, es un pasajero más. Una vez en la zona de embarque recorre las
tiendas y compra diversos artículos: cuatro revistas, tres libros, dos gafas de
sol, cuatro pañuelos, un par de guantes y seis bolígrafos distintos. Como aún
le queda mucho tiempo, se toma un par de cafés más y visita tres aseos. En el
primero de ellos, aprovechando la privacidad del váter, coge el frasco de
perfume y rocía cada uno de los objetos. Hojea también las revistas sentado en
cuatro zonas de espera distintas. Cuando faltan diez minutos para embarcar,
nada de lo que ha comprado viaja con él: las gafas se quedaron en los baños;
los libros, junto con las revistas y los bolígrafos, sobre distintos asientos
en las zonas de espera; los guantes los dejó caer cuando salía de un aseo y los
pañuelos también olvidados intencionadamente, aquí y allá.
Sube al avión y, a la hora prevista, despega con destino a París.
Después de transcurridas dos horas desde que llegara al aeropuerto más
de quinientas personas están infectadas.
El desconocido tiene un plan de vuelo muy concreto. Su primer destino
será París, luego viajará a Madrid, Londres, Berlín, Roma, Moscú, Pekín, Seúl,
Tokio, Canberra, Nueva Delhi, Nairobi, Pretoria, Brasilia, Buenos Aires, La
Habana y Ottawa. En cada ciudad estará el tiempo mínimo, un día, a lo sumo dos.
En algunos casos el tiempo imprescindible para hacer escala.
Ha pasado un mes desde que tomara aquel primer avión con destino a
París. Ahora está frente a un ordenador portátil, en el Sofitel New York, un
hotel de lujo junto al Rockefeller Center, y lleva un rato tecleando sin parar.
Hace dos días que volvió de su periplo por el mundo, desde entonces no ha
salido de su habitación, pendiente de los periódicos y de la televisión.
Durante la noche escucha la radio hasta que le vence el sueño y su mente se
pierde en un abismo negro. Son las nueve de la mañana, ya casi ha terminado de
escribir y comprueba de nuevo que la WIFI funcione correctamente. También ha
mandado una carta a todos los periódicos, pero está seguro de que internet es
un medio más efectivo, una noticia viral —sonríe levemente— colgada en los
sitios correctos y dirigida a los correos electrónicos de las personas
adecuadas es un seguro de distribución mundial.
A las nueve de la noche todos los telediarios abren con la misma
noticia: miles de personas en todo el mundo colapsan los hospitales. Las
informaciones son confusas, hablan de enfermos que ingresan en una especie de
coma en el que permanecen unas horas para después despertar. Las noticias se
suceden y los programas de televisión dejan paso a noticiarios exclusivamente.
Los reporteros conectan desde diversos lugares del mundo y relatan con
dramatismo algo que aún no comprende nadie. Una hora más tarde, una chica rubia
de ojos azules, y vestida con un grueso abrigo rojo, informa desde la puerta
del hospital Memorial. Según su relato, uno de los ingresados, después de
volver del coma y tras estar algunas horas en observación, atacó a una
enfermera y le arrancó un trozo de cara de un mordisco.
El desconocido apaga la televisión y se sienta delante del ordenador.
Nota unos leves espasmos, “ya está aquí”, piensa, las inyecciones que lleva
administrándose desde hace unos días no pueden retrasarlo más. No revisa su
carta (ya lo hizo varias veces para asegurarse de que no se le olvidara nada) y
la envía a todas las direcciones que tenía previstas. En unos minutos el mundo
entero sabría lo que estaba pasando, luego todo daría igual, en pocos días la
humanidad pasaría a la historia.
En un laboratorio de Nivel 5, a treinta metros bajo tierra en algún
lugar del desierto de Mojave, cerca de las Vegas, alguien ve la televisión en
su despacho. De pronto un hombre y una mujer entran precipitadamente, ambos
llevan batas blancas. Lo miran y señalan la televisión con un dedo índice
tembloroso al final de un brazo extendido, no pueden hablar. El hombre apaga la
televisión, se levanta de un salto del sillón y grita más que habla, “¿quién ha
salido del complejo durante el último mes, quién?”. El hombre y la mujer se
miran un instante, “la única persona que se ha marchado del complejo en los
últimos tres meses ha sido el Dr. Freeman, usted lo retiró del Proyecto Fobos
por agotamiento, estrés y deterioro
general. Se marchó… hoy hace treinta y tres días”, responde la mujer mientras
su acompañante asiente con la cabeza. El hombre se deja caer en el sillón,
esconde la cara entre sus manos, no es capaz de decir lo que pasa por su
cabeza, lo que sabe que está sucediendo. Los tres científicos lo saben, pero él
lo verbaliza finalmente, en voz baja, casi susurrando: “Es el fin”. El hombre
que entró con la mujer en el despacho se quita las gafas al tiempo que se apoya
en la pared, le fallan las piernas, “que Dios nos proteja”, dice con la voz
ahogada. El Dr. Widman, director de los laboratorios de biotecnología y
responsable de la división ultrasecreta
de guerra biológica, gira su cabeza lentamente y los mira fijamente, sus ojos
parecen vacíos, como si ya no le pertenecieran.
“Dios ya no puede hacer nada,
es el Fubarbundy”, dice finalmente.
A las 00:30 un disparo sonó en la habitación número 324 del Hotel
Sofitel New York, pero nadie le prestó atención; el hotel era un caos…, la
ciudad era un caos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario