LA SELVA PÁLIDA

LA SELVA PÁLIDA



(Fecha de publicación en digital y papel noviembre de 2016)
A continuación puedes leer la sinopsis y el primer capítulo "Puerta 9". Pero ten cuidado, porque engancha.

Longitud: 562 páginas

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SINOPSIS

Julia es una mujer divorciada que vive en Madrid y trabaja como maestra. Un día recibe la terrible noticia de que su hijo, al que creía viviendo con su padre en Miami, ha aparecido devorado por un jaguar en mitad de la Selva Maya.

Confundida, rota de dolor, pero sin tiempo para duelos, volará hasta Ciudad de Guatemala para asistir al entierro. Allí sabrá cosas de su hijo que desconocía, y comenzará a sospechar que su muerte no ha sido debida a un desgraciado accidente, sino a algo relacionado con su trabajo en unos misteriosos laboratorios. A partir de ese momento, Julia vivirá una realidad perturbadora; adentrándose en un mundo oscuro y siniestro lleno de inquietantes revelaciones, engaños, conspiraciones, espías y asesinatos. Un mundo que pondrá a prueba su valor y determinación, y al que deberá adaptarse si desea descubrir toda la verdad sobre la muerte de su hijo.

"La Selva Pálida", es una adictiva novela que te llevará hasta la exótica Guatemala para que vivas allí, entre sus coloridas ciudades y sus intrincadas junglas, una inquietante aventura llena de acción, misterios y suspense.


Y ahora, el primer capítulo:







De pie, apoyado contra la pared, Raúl respiraba con dificultad. Tuvo que flexionar las piernas y poner las manos en las rodillas para mantener el equilibrio. El silencio era absoluto. Únicamente un débil siseo, proveniente del aire acondicionado filtrándose por las rejillas de ventilación, se escuchaba en el amplio corredor. Aún tardó unos minutos en tomar conciencia de lo que había visto, en comprender la magnitud de su descubrimiento. Cuando lo hizo, un escalofrío recorrió su cuerpo provocándole una tiritona incontrolable. Sospechaba que en aquel lugar sucedía algo extraño, pero jamás hubiera imaginado que se tratara de aquello.
A duras penas logró llegar a su cuarto, al final del pasillo. Ni siquiera encendió la luz al entrar. A tientas fue hasta la cama, se tumbó y se hizo un cuatro, abrazado a sí mismo; una postura infantil que intentaba alejar los fantasmas de su mente.
El calor sofocante del día había dejado paso a una noche despejada de nubes, con un cielo cuajado de estrellas y una leve brisa que suavizaba la temperatura hasta hacerla incluso agradable. La luna en cuarto creciente esparcía su luz sobre la vegetación, aportando reflejos blancos y matices aterciopelados al paisaje selvático. Un edificio sencillo de dos plantas se confundía con las rocas y el follaje. En la distancia parecía una masa oscura y silenciosa como un sarcófago. Ninguna luz exterior, ningún letrero, nada. Ésa era la idea, que pasara desapercibido, no llamar la atención. Pocos sabían de su existencia, y de esos pocos tan sólo un puñado sabría llegar hasta él sin perderse.
En su interior, Raúl estaba tan excitado que no pudo permanecer mucho tiempo en la cama. Se incorporó, encendió la luz y fue directo a su armario. Se cambió de ropa, eligiendo unas botas, unos pantalones vaqueros y una camiseta, todo de color oscuro. Metió en su mochila una sudadera, una linterna, una botella de agua, un paquete de chocolatinas y un pequeño y potente ordenador. Echó un último vistazo a su cuarto por si olvidaba algo y salió, abriendo la puerta con cuidado para no hacer ruido. Miró su reloj: eran las tres y catorce de la mañana en la zona horaria de Guatemala. Recorrió el pasillo mientras se colocaba la mochila a la espalda. Se encontraba en la Planta Primera, la destinada a los dormitorios, sala de descanso, comedor y cocina. No tomó el ascensor y bajó las escaleras hasta la Planta Baja. Allí se encontraban los laboratorios técnicos, distribuidos en cubículos y separados por cristales que llegaban hasta el techo. Estaban completamente vacíos, todos dormían. A través de los amplios ventanales enrejados se filtraba una tenue luz de luna que arrancaba destellos en los innumerables cristales, ayudándole a orientarse en aquella oscuridad casi absoluta. Necesitaba llegar al extremo más alejado, donde se encontraba el que había sido durante las últimas semanas su lugar de trabajo: un pequeño despacho de tres por tres, sin ventanas y con una decoración deprimente. Con cuidado de no tirar nada sorteó mesas, sillas y delicados aparatos médicos. A punto estuvo de derribar unos tubos de ensayo que titilaron y se balancearon peligrosamente, amenazando con caer al suelo y hacerse añicos. El edificio, de forma perfectamente rectangular, medía setenta y cinco metros de largo por cuarenta de ancho y tenía ventanas en tres de sus paredes, ya que la cuarta se apoyaba en la roca, integrándose de tal forma que parecía una excrecencia de ella. La seguridad en esa parte del edificio era mínima, bien lo sabía él; muy distinto era en la otra zona. Por fin llegó hasta la puerta de su despacho, tecleó la clave en el panel de la pared y ésta se abrió con un clic metálico. Ya estaba dentro. Cerró con alivio y se dirigió a su mesa sin perder tiempo. Su ordenador siempre estaba encendido y sólo tuvo que pulsar una tecla para que la pantalla se iluminara, inundando de una luz azulada el pequeño cuarto. Dejó la mochila en el suelo, se sentó y, entornando los ojos, se volcó sobre el teclado. Entonces se detuvo. Abría y cerraba las manos sin decidirse, siendo consciente de pronto de que una vez empezara ya no habría vuelta atrás. Estaba preparado para ello. Lo había estado desde el mismo instante en que llegó a los laboratorios, sin embargo nunca imaginó que se encontraría con algo tan grande, algo que podría cambiar su vida para siempre... y la del resto de la humanidad. Por eso dudaba. Por eso y porque sabía el peligro que corría. Suspiró profundamente, cerró los ojos y comenzó a teclear. Lo hizo durante unos minutos, no necesitó más. Cuando salió de su despacho parecía un hombre nuevo, más decidido, más valiente... Aunque en realidad estaba siendo un imprudente, incapaz de pensar que su decisión le ponía la soga al cuello.
Desanduvo el camino, el mismo que ya había recorrido dos veces aquella noche, y se dirigió al ascensor, el acceso más rápido para llegar a las plantas inferiores. Se necesitaba un código para usarlo pero él lo conocía, por supuesto. Una vez en su interior miró de reojo la cámara de la esquina y esbozó una sonrisa nerviosa.
—Estoy aquí pero no me veis —musitó.
Lo que había descubierto era mucho más terrible de lo que jamás hubiera podido imaginar. Más siniestro de lo que nadie, ni el más radical de los "conspiranoicos", pudiera siquiera soñar en la peor de sus pesadillas. Y él lo había visto con sus propios ojos. Pero eso no bastaba, lo sabía, necesitaba pruebas y estaba dispuesto a conseguirlas.
Raúl era extremadamente inteligente. Un genio de veintiún años para el que los arcanos de la informática eran cosas de niños y, sin embargo, estaba a punto de cometer un error infantil al dejarse llevar por el entusiasmo y la precipitación. Si hubiera reflexionado el tiempo suficiente y se lo hubiese tomado con más calma, habría encontrado una manera menos arriesgada de obtener lo que quería; pero no, ése no era su carácter.
El ascensor se detuvo en el Sótano 2, lo más profundo de aquel lugar, donde muy pocos tenían acceso. La puerta se abrió a un corredor de paredes de hormigón, escasamente iluminado por unos apliques que salpicaban el techo a intervalos de tres metros, alimentados por unos cables vistos que colgaban junto a tubos oxidados. Sabía que nadie podía verlo, aunque sí oírlo si no tenía cuidado, por eso recorrió la distancia que lo separaba de la Sala de Servidores procurando no hacer ruido.
—De nuevo aquí —se dijo.
No pudo evitar tragar saliva al caminar junto a la puerta que daba paso al lugar de las pesadillas. Se maldijo por no haberse decidido antes, por tener que volver allí abajo dos veces en una noche. Era demasiado arriesgado, y en ese momento empezaba a ser consciente de ello. Miró su reloj. Conocía la rutina de los guardias. Aún faltaban diez minutos para que realizaran la ronda, esperaba que fuera suficiente para conseguir lo que necesitaba. Tenía los datos desde hacía dos días, pero la confirmación la obtuvo aquella noche viéndolo con sus propios ojos, tomando conciencia de hasta qué punto podía llegar la locura de los hombres. Y vaya si lo hizo. Ahora era preciso sacar esa información, y ésta era la parte más complicada. El Complejo, como lo llamaban los que allí trabajaban, estaba totalmente aislado del mundo. Funcionaba con motores diesel que suministraban la energía necesaria, y no disponía de teléfono ni de internet. Contaba con un sistema interno de comunicación y un teléfono vía satélite que únicamente utilizaba el Dr. Sandler, el responsable de todo aquello. Pero Raúl había encontrado la manera de contactar con el exterior y, mientras abría la puerta que daba acceso a los servidores, se felicitaba por su ingenio sin percatarse de que el tiempo corría en su contra.

Marcus, el jefe de seguridad, casi nunca dormía. No era muy alto ni muy fuerte, pero su profunda mirada y su carácter taciturno inspiraban respeto. Únicamente sus hombres sabían de su pasado como oficial implacable en el ejército soviético durante la guerra en Afganistán, por eso le temían mucho más que el resto. Miraba los monitores recostado en su silla, pasando de uno a otro con enfermiza intensidad. A su lado, Martín, un mulato guatemalteco grande como una montaña, jugaba haciendo girar un bolígrafo sobre la mesa.
Marcus miró su reloj.
—Aún faltan cinco minutos —dijo Martín, adivinando sus pensamientos. Y siguió jugando con el bolígrafo.
El veterano jefe de seguridad era consciente de que la costumbre llevaba a la desidia, y que ésta a los errores y al caos. Había tenido muchos hombres a su cargo, y era capaz de distinguir los primeros síntomas de inmediato.
—Vete a hacer la ronda.
—Pero...
No le dejó acabar la frase. No le gustaba demasiado, no era de sus hombres. Y él sólo confiaba en los suyos. Con un gesto de la cabeza señaló la enorme linterna que reposaba en el cargador y dio la conversación por terminada.
Martín no rechistó. Levantó su corpulenta anatomía de la silla, se ajustó la pistolera, cogió la linterna y salió de la Sala de Control, situada en el Sótano 1.

Una planta por debajo, Raúl, había conectado su portátil al servidor principal y tecleaba sin parar, dispuesto a saltarse todas las medidas de seguridad que encontrara. Sudaba, allí hacía un calor de mil demonios o eso le parecía. Estaba tardando más de lo que esperaba. Tenía que tranquilizarse, los nervios no son un buen compañero de trabajo, favorecen los errores y en aquellas circunstancias serían fatales. Por fin dio con lo que buscaba y apretó los puños en señal de triunfo. Sentado en el suelo, con el ordenador sobre sus rodillas, seleccionó los archivos que había logrado reunir y comenzó a descargarlos. Comprobó la barra de progreso, iba demasiado lenta. Miró su reloj e hizo un rápido cálculo mental que le llevó a una fatal conclusión: no le daría tiempo. Canceló la descarga y eligió dos carpetas. La barra de progreso iba mucho más veloz, aunque no tanto como le hubiese gustado. Empezaba a tener un mal presentimiento.

Martín comenzó la ronda recorriendo el Sótano 1 donde se encontraban, además de la Sala de Control, un par de almacenes, los dormitorios de los vigilantes y unos baños comunes. En los dos años que llevaba trabajando a las órdenes de Marcus jamás había habido un incidente. Nunca había pasado nada interesante. Al menos en el interior del Complejo. En el exterior era otra cosa. No es que le gustaran las partidas de captura, como las llamaba su jefe, pero gracias a ellas salía de la rutina y tomaba el aire. Sabía que había gato encerrado. Parecía evidente que lo que hacían no podía ser del todo legal. No había que ser muy listo para llegar a esa conclusión. Pero la paga era magnífica y él no era un hombre que se planteara demasiado las cosas. En un año más ahorraría lo suficiente como para poder abrir un taller en Ciudad de Guatemala, contratar a un par de mecánicos y vivir el resto de su vida sin preocupaciones. "Los escrúpulos son para los perdedores", se decía a menudo; algo con lo que sus compañeros de trabajo, todos exmilitares y tipos duros, estaban de acuerdo.
Terminó de recorrer la planta y se dirigió al ascensor. El Sótano 2 era lo siguiente en revisar.

Marcus se había levantado para servirse el enésimo café. Tomó un vaso de plástico y lo llenó hasta arriba. Echó media cucharilla de azúcar, lo removió con cuidado de no derramar nada y lo probó. Satisfecho, volvió a la silla y disfrutó de un largo trago mientras localizaba a su subordinado por los monitores. Las luces infrarrojas, invisibles a la vista, aportaban la suficiente intensidad como para que las cámaras reprodujeran los espacios con nitidez, aunque en blanco y negro. Lo buscó por el Sótano 1, donde suponía que estaría, aunque no lo encontró. Entornó los ojos y escudriñó las pantallas con la cabeza adelantada, con creciente inquietud. Había diez monitores para treinta cámaras instaladas por todo el edificio, por eso fue cambiando de una a otra convencido de que lo descubriría en algún momento. No fue así. Quizá se encontraba en el ascensor, pensó, y lo chequeó. Vacío. En los baños había cámaras, pero no en los retretes. Esperó por si estaba echando una meada u otra cosa. Nada. Con un pálpito cogió el walkie.
—¿Se puede saber dónde estás, Martín?
Tras unos segundos de espera, una voz le contestó.
—Señor, usted me mandó a hacer la ronda.
Marcus estaba cada vez más nervioso.
—¡Dime dónde cojones estás exactamente!
—Sótano 2, acabo de salir del ascensor. ¿Ocurre algo?
—¡Vuelve a entrar! —gritó, sin dejar de mirar las pantallas.
—Señor...
—¡Haz lo que te digo, joder!
Martín introdujo de nuevo el código en el panel y la puerta se abrió. Una vez dentro del ascensor miró a la cámara de la esquina.
—¿Qué quiere que haga ahora?
—¿Estás dentro?
—Claro, ¿no me ve, señor?
Marcus cerró los ojos con fuerza al comprender lo que estaba pasando. Antes de pulsar la alarma silenciosa que anulaba todos los códigos y sellaba el Complejo, ordenó a Martín que subiera inmediatamente y despertara al resto del Equipo de Seguridad.

Raúl escuchó voces en el pasillo, al otro lado de la puerta, y a punto estuvo de salírsele el corazón por la boca. La descarga de archivos coincidió con la aparición de un mensaje en rojo que parpadeaba en el display de la consola principal de acceso a los servidores. Lo conocía bien, sabía lo que significaba: lo habían descubierto. Cuando salió de su cuarto ya sabía que no volvería, pero esperaba estar lejos antes de que se percataran. Ahora sería todo más difícil, y mucho más peligroso. Sin tiempo para pensar, con dedos temblorosos, programó la salida de los archivos y la enlazó con una larga lista de destinatarios, la mayoría periodistas, blogueros, científicos, políticos... y, por supuesto, a él mismo y a personas de confianza. Antes de terminar supo que sería inútil, la alarma de seguridad activaba un protocolo que cerraba toda comunicación con el exterior, la red vía satélite quedaba cortada y sería imposible hackear el sistema para abrirla de nuevo. Se levantó y paseó como un lobo enjaulado entre los enormes armarios repletos de cables y luces parpadeantes. Pronto darían con él, era necesario huir, no había tiempo que perder. Todo estaba en su portátil, sólo tenía que salir de allí. No sería fácil, aunque podía lograrlo. Pero... ¿y si no lo conseguía? ¿Y si lo cogían? Toda esa información era muy valiosa, la humanidad tenía que conocer lo que allí pasaba, ser consciente de la guadaña que pendía sobre su cabeza. Si fallaba, si moría, la verdad lo haría con él, y el mundo seguiría viviendo en la ignorancia hasta que fuera demasiado tarde para reaccionar. No podía creer en su mala suerte, lo tenía y se le escapaba como la lluvia entre los dedos...
—¡Lluvia! —dijo en voz alta—. ¡Eso es!
Cogió de nuevo su portátil y tecleó con auténtica desesperación, anulando claves, saltándose cortafuegos, abriendo puertas traseras, resolviendo códigos de acceso... Luchando en un mundo virtual, en definitiva, para recorrer un camino plagado de trampas intangibles que sólo unas pocas mentes privilegiadas eran capaces de salvar.
—¡Te tengo! —gritó de pronto.
Entonces dudó.
Había abierto una brecha en la seguridad, pero nada más permanecería así unos segundos, el tiempo suficiente para una única descarga de archivos y un único destinatario. Cerró los ojos y una imagen se formó en su cabeza. No la buscó, apareció de pronto. Vio a un niño de cinco, tal vez seis años. Corría por un parque riendo y trotando, feliz. Reconoció el lugar y la época. El recuerdo pertenecía a su infancia. Era él. La imagen era subjetiva. Veía sus manos, sus delgadas piernecillas bajo unos pantalones cortos de color azul, sus zapatillas favoritas sobre la arena... Por un instante se trasladó a ese momento exacto, y le pareció tan real que incluso creyó percibir el olor a hierba y el sutil aroma de la savia de los pinos. Continuó corriendo en su mente, con los ojos cerrados, disfrutando de un instante que no quería que acabara nunca... Entonces tropezó. El niño que fue cayó. Se llevó la mano a la rodilla, notó el dolor, el escozor de la herida, la arena clavada en la carne, y comenzó a llorar. Lloró el niño y el hombre que ahora era, y continuó haciéndolo hasta que unas manos lo levantaron del suelo con delicadeza para llevarlo hasta un lugar cálido y confortable que olía a jabón..., a hogar; y allí, entre aquellos brazos llenos de amor, dejó de llorar. Raúl volvió del recuerdo con los ojos vidriosos y una decisión tomada.

Martín despertó al resto del equipo de seguridad, que en total constaba de cinco hombres incluidos él y Marcus. Los otros tres eran tipos duros y reservados, pocas veces se permitían conversaciones que no tuvieran que ver estrictamente con el trabajo. No hablaban de su vida privada ni de su pasado, y Martín jamás insistió. Por su acento parecían de algún país del Este, aunque nunca les preguntó de dónde eran. Conocía sus nombres y poco más. Valtran y Yuri hubiesen pasado por gemelos: altos, fornidos, ojos azules y pelo rubio cortado a cepillo. Boris era muy distinto: moreno, enjuto, sanguíneo y con unos vivos ojos marrones que no dejaban nunca adivinar lo que pasaba por su cabeza.
Cuando entraron en la Sala de Control encontraron a Marcus hablando a través de un walkie.
—De inmediato —y cortó la comunicación.
Terminaron de pasar y cerraron la puerta. En posición de firmes esperaron órdenes.
—Se ha roto la seguridad. Creemos que alguien ha robado información confidencial e intenta sacarla del Complejo —comenzó a decir Marcus, sin preámbulos—. Valtran y Yuri, comprueben si falta alguien del personal. Martín y Boris, controlen todas las salidas y vigilen el perímetro. Debemos impedir que entre en la selva. Actúen con el máximo rigor.
—Señor, ¿quiere decir...?  —se aventuró a preguntar Boris, tensando un poco el cuerpo al hablar, en señal de respeto.
Marcus completó la frase.
—Quiero decir que, si es necesario, disparen a matar.

Esperó a que sus hombres cogieran las armas del armero y salieran, para volverse hacia los monitores que trasmitían imágenes congeladas. El sistema de seguridad estaba bloqueado y únicamente había una forma de activarlo de nuevo: desconectarlo y volver a conectarlo después. Nunca se había hecho, nunca había sido necesario. Según el protocolo que conocía al detalle, tardaría cinco minutos en volver a estar operativo. Durante ese tiempo, el Complejo se quedaría sin energía y todo dejaría de funcionar, excepto aquellos aparatos que disponían de acumuladores. No era partidario de hacerlo, pero fueron las instrucciones que recibió del Dr. Sandler. Con enorme fastidio introdujo el código en el teclado de la consola y todo se apagó. Las luces de emergencia se activaron e iluminaron la Sala de Control con un tenue resplandor, que dejaba entrever el gesto contrariado y la mandíbula apretada del jefe de seguridad.    

Raúl llegó a la Planta Baja justo en el momento en el que todo era desconectado. Se estaban dando mucha prisa, pensó, y echó a correr. Atravesó los laboratorios sin la precaución de minutos antes. Ya no le importaba que sus pisadas resonaran como cañonazos en mitad del silencio, ni golpear mesas, ni sillas, o tirar frascos o tubos de ensayo que estallaban al golpear el suelo de losa. Quería llegar a la puerta y escapar de aquel lugar delirante. Antes de salir al exterior, se permitió perder unos segundos apoyado en el dintel de la puerta. Cerró los ojos y respiró el aire suave y cargado de delicados matices, un aire que llenó sus pulmones y le insufló las fuerzas que necesitaba. Recorrió la explanada que separaba el edificio del anillo de seguridad y llegó hasta la primera valla. Había dos, una de ellas electrificada, o al menos así era cuando el sistema funcionaba. Raúl no era ningún atleta, ni siquiera estaba muy en forma, pero la saltó con la agilidad y la destreza de un plusmarquista mundial. Tenía la adrenalina por las nubes y eso le daba alas. Cuando salvó la segunda valla y aterrizó en el suelo, miró atrás. Todo seguía a oscuras, aunque a través de las ventanas apreció luces que se movían: linternas. Lo estaban buscando.
—¡Buscad, cabrones, buscad! —masculló entre dientes. Y echó a correr adentrándose en la selva.

El despacho del Dr. Sandler estaba en el Sótano 2, la parte más profunda de las instalaciones. Era necesario recorrer un túnel excavado en la roca para llegar a él. Un túnel en el que también se encontraba la Puerta 9, la misma que aquella noche abriera Raúl para descubrir los verdaderos laboratorios, y en ellos una realidad tan impactante que lo había llevado a tomar decisiones precipitadas, poco meditadas y extremadamente arriesgadas.
El Dr. Sandler no estaba solo. Sentados frente a él, al otro lado de su amplia mesa de cerezo, se encontraban Marcus y Helen Kemper, su jefa de laboratorio.
—¿Cómo ha podido suceder?
El tono del director era seco y firme. No levantaba la voz, pero su intensidad y dureza eran tan intimidatorias como el cañón de una pistola apuntándote entre los ojos.
Una vez recuperaron el sistema pudieron revisar las cámaras y descubrir quién había sido el responsable de todo aquello. Comprobaron con estupor cómo el nuevo analista de sistemas se movía por el edificio saltándose la seguridad, entrando en el Cuarto de Servidores cuando todos dormían y, lo más importante, en la zona a la que daba acceso la Puerta 9.
Nadie le contestó y él siguió hablando. Parecía hacerlo para sí más que para los dos acompañantes que tenía enfrente.
—Ha estado en la Nevera, eso lo sabemos.
—Muestras no ha robado. No falta nada —se decidió a intervenir la Dra. Kemper, tirando nerviosa del lóbulo de su oreja.
—Lo cogeremos —añadió Marcus.
—¿Está seguro de que no ha podido comunicarse con el exterior? —preguntó el Dr. Sandler, sin escucharlo.
—He comprobado todos los terminales y las transmisiones vía satélite, no intentó contactar con el exterior, sabía que sería imposible. Nada ha salido del Complejo, eso se lo aseguro.
—Bien —admitió el doctor, dejando soltar el aire retenido y levantándose de repente de la silla—. Entonces, lo que quiera que obtuviera lo lleva consigo.
La Dra. Kemper apenas había participado, se limitaba a observar sin dejar de tocarse la oreja y frotarse las manos con ansiedad. No era joven, había cumplido los cincuenta y nueve años aquel mismo mes, pero un estilo de vestir adolescente, una figura delgada y un cutis terso y cuidado en extremo, le hacían parecer quince años más joven. Bueno, eso y algún que otro "tratamiento especial" que ella misma se administraba. En un momento dado se atusó su corta melena rubia y se envaró intranquila, como si acabara de ser consciente de la importancia de lo que allí se trataba.
—Si se hace público nuestro trabajo, estaremos acabados. El mundo no lo entenderá.
El Dr. Sandler la miró. Primero serio; luego, poco a poco, en su boca se fue formando una mueca, algo parecido a una sonrisa.
—No le quepa duda, Dra. Kemper. Seremos vilipendiados y ajusticiados como tantos otros genios adelantados a su tiempo, y terminaremos en la hoguera de la ignorancia y la estupidez humana. No podemos esperar su perdón ni su comprensión, estamos solos.
El Dr. Sandler había apoyado una mano en el hombro de la doctora y la miraba con los ojos entornados. No era un hombre alto ni bien parecido, aunque a sus cincuenta años se conservaba bastante bien. En aquel momento, vestido con un batín, a medio afeitar y con el pelo cano algo revuelto, parecía más un mendigo recién sacado de la calle por la policía que el eminente científico que era.
Se giró y recorrió su austero despacho con las manos enlazadas a la espalda. La luz era escasa, centrada en la mesa, y la suministraba una lámpara de cristal verde con el pie de bronce. Las paredes pintadas de ocre y el suelo de madera oscura tampoco ayudaban a que la exigua luz rebotara para desvelar las sombras. No había muchos muebles ni adornos, sólo un cuadro frente a su mesa que representaba un paisaje nevado y una vieja vitrina de madera plagada de agujeros de carcoma, abarrotada de los más diversos objetos.
—¿Cuánto tiempo hace que salieron sus hombres? —preguntó de pronto, sin volverse, con la mirada clavada en una pieza concreta de la vitrina.
Marcus miró su reloj. Lo hizo por pura pose, lo sabía perfectamente.
—Cincuenta minutos.
—Demasiado tiempo.
—No podrá escapar de aquí.
El doctor abrió la vitrina.
—La noche lo oculta, la selva es demasiado espesa... —musitó, mientras introducía la mano y tocaba, más bien acariciaba, varios de los objetos colocados de una forma desordenada sobre los estantes.
—Mis hombres son buenos, y yo podría sumarme a la búsqueda... —añadió Marcus, con un tono de voz que evidenciaba la necesidad no sólo de convencer a su jefe, sino a sí mismo—. Aunque no creo que sea suficiente.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el doctor, al tiempo que cerraba la puerta de la vitrina y se volvía portando un pequeño muñeco de peluche que representaba un elefante.
 —Quizá cuente con ayuda del exterior. No podemos arriesgarnos. He traído esto —contestó Marcus, dejando sobre el escritorio una camiseta arrugada—. Él lo encontrará.
El doctor reflexionó un instante, con la mirada perdida. De súbito se notó cansado, como si sobre sus hombros soportara una enorme carga, y se dejó caer de nuevo en su sillón.
La Dra. Kemper no movió un músculo, ni parpadeó, porque también sabía lo que aquello significaba.
—Es la opción más segura —añadió Marcus, al ver dudar al doctor.
—Preferiría no tener que hacerlo.
—No hay otro remedio.
El doctor se tomó su tiempo antes de contestar. Mientras lo hacía apretaba el elefante de peluche entre las manos.
—Entonces, adelante —dijo por fin, mirando a su jefe de seguridad; pero no a él, sino a través de él, a un lugar muy lejano.

Cuando Raúl se adentró en la selva, el aire limpio y aromático que lo revitalizara minutos antes se volvió espeso, húmedo y con olor a barro. En poco tiempo el sudor cubrió su cuerpo, empapando su camiseta y sus pantalones. Corría casi a ciegas, tanteando para no golpearse con algún árbol, sorteando los enormes helechos que lo invadían todo levantando un muro de vegetación impenetrable. No podía encender la linterna, eso lo habría convertido en un faro en mitad del océano. Se guiaba por las estrellas. Sabía que no podría contar con ninguna ayuda electrónica para salir de allí, motivo por el que se había preparado a conciencia. Un cielo completamente despejado le facilitó las cosas. No le costó encontrar la Cruz del Sur, una constelación muy visible compuesta por cuatro estrellas. Trazó mentalmente una línea a través de las dos estrellas situadas en posición vertical, y eso le indicó el sur. Sólo tuvo que hacer un pequeño cálculo para orientarse en la dirección correcta. No se perdería, pero aún le quedaba mucho trecho por recorrer y el camino no sería fácil. Atravesó riachuelos cenagosos con el agua hasta las rodillas, abriéndose paso entre densas nubes de mosquitos. Su respiración agitada se mezclaba con los inquietantes alaridos, chillidos y ululatos de los animales. De vez en cuando se detenía y buscaba a través del dosel de la selva la constelación para orientarse. A menudo el follaje era tan denso que las copas de los árboles cubrían el cielo por completo, dando la sensación de que se encontraba dentro de una inmensa cueva verde, húmeda y caliente. 
Durante más de una hora corrió sin descanso, subiendo y bajando pequeñas laderas embarradas donde se le clavaban los pies; apartando con las manos arañadas las grandes hojas de palma que le cerraban el camino, y aprovechando los escasos senderos creados por algún animal para darse un respiro. El pecho le ardía. Notaba el sudor resbalando a chorretones por su espalda, perlando su frente y metiéndosele en los ojos. Las botas cubiertas de barro le pesaban como losas y levantar los pies comenzó a suponer un esfuerzo titánico. Estaba exhausto. Al intentar salvar un montículo de tierra las fuerzas le fallaron y cayó rodando. Resbaló hasta que una roca, oculta entre un macizo de arbustos bajos y retorcidos, lo paró. Se quedó tumbado, respirando con dificultad, palpándose la rodilla derecha.
—¡Maldita sea! —gruñó.
Probó a doblar la pierna. Le dolía, pero podía hacerlo. Se incorporó con cuidado y dio unos pasos. Cada vez que apoyaba el pie en el suelo notaba un agudo dolor que le atravesaba el muslo. No insistió mucho y buscó un lugar para sentarse. Se encontraba en un espacio abierto donde la luz de la luna entraba sin dificultad, creando la sensación de que el suelo terroso estuviera cubierto de azúcar fosforescente. Distinguió un tronco caído y se sentó junto a él, apoyando la espalda en su lisa corteza. Se masajeó la pierna unos minutos y contuvo el aliento para escuchar. Percibió el movimiento de pequeños animales entre las hojas caídas, el silbido de pájaros lejanos y el bum, bum de su corazón. Estaba muy asustado.
Tenía que tranquilizarse y, sobre todo, tener más cuidado. Podía continuar pese a su maltrecha pierna. Si se la hubiera partido estaría acabado. Se encontraba demasiado cerca de conseguirlo como para que un descuido diera al traste con todo. Al menos sus perseguidores lo buscaban en una dirección equivocada, hecho que pudo comprobar minutos antes desde una franja elevada de terreno: la luz de sus potentes linternas revelaban su posición y, según calculó, se encontraban a varios kilómetros de distancia. Respiró hondo el aire menos cargado y se permitió esbozar una forzada sonrisa que pretendía darle ánimos. Cogió de su mochila la botella de agua y bebió hasta casi agotarla. También comió una chocolatina. Lo hizo sin ganas, tenía el estómago cerrado, pero se obligó convencido de la necesidad de recuperar energías rápidamente. Se metió el envoltorio en el bolsillo del pantalón para no dejar ningún rastro y se incorporó apoyándose en el tronco, procurando no cargar el peso en su pierna magullada. El corto descanso, el agua, el chocolate y la sencilla terapia le habían sentado muy bien. Se notaba renovado. Buscó en el cielo la Cruz del Sur para volver a orientarse. Calculó que llevaría recorridos dos kilómetros. Le quedaban tres hasta su objetivo. Lo lograría, sin duda. Se colocó de nuevo la mochila a la espalda y echó a andar. Su entusiasmo se esfumó con los primeros pasos. Su pierna derecha respondía aunque la sentía acorchada, y las punzadas de dolor no tardaron en volver a aparecer. Dejó el claro y se adentró de nuevo en la espesura. Tanteó buscando una rama en el suelo húmedo, cubierto de hojas resbaladizas. Desechó varias podridas o demasiado pequeñas, hasta que encontró una lo suficientemente robusta y larga como para servirle de bastón. Ayudado por ella continuó su huida.

Su pituitaria se inundó de miles de olores cuando se adentró en la selva. Percibió el sutil aroma de todas y cada una de las plantas que lo rodeaban, de la tierra húmeda, de las flores situadas en lo alto de los árboles, del agua fresca de los riachuelos... Percibió sin dificultad el olor a orín dejado por un gran roedor hacía horas, y el sudor de los monos aulladores dormitando acurrucados en las copas de los árboles. Sus ojos veían perfectamente en la oscuridad, pero él se guiaba por su olfato, que le mostraba un mundo más rico, lleno de matices; un mundo más auténtico donde no valía el engaño, y donde no servía de nada esconderse. Su soberbia musculatura resaltaba bajo el pelaje corto y tupido mientras se desplazaba entre el follaje. De vez en cuando levantaba la cabeza para contemplar la luna, sin motivo aparente, sólo porque le gustaba. Se movía despacio, disfrutando el momento, hasta que una traza de olor le llegó transportada por la débil brisa nocturna. Tensó su cuerpo. Buscó alargando su cuello. Olfateó el aire hasta que logró aislar ese olor del resto que percibía. En ese instante su cerebro dibujó una trayectoria brillante, evanescente, que se adentraba en la selva tan nítida como la línea pintada en una autopista. No tardó en confirmar el rastro. Entonces echó a correr sin hacer apenas ruido al golpear el suelo arenoso con sus enormes garras.

Raúl miró su reloj. Habían pasado casi tres horas desde que saliera del Complejo y aún se encontraba a mitad de camino de su objetivo. La humedad y el calor parecían aumentar por minutos. Además, las nubes de mosquitos se lo comían literalmente al pasar cerca de arroyuelos o charcas de agua estancada. Aprovechaba los escasos senderos para apretar el paso. Se lo tomaba con más calma y cuidado si debía salvar un barranco o montículo de rocas cubiertas de musgo. La maltrecha pierna lo estaba retrasando demasiado. Lo pasaba especialmente mal cada vez que se adentraba en una zona de altos árboles, donde sus tupidas copas ocultaban la luna sumiendo la selva en una oscuridad espesa y tenebrosa que le obligaba a caminar a tientas, sorteando las numerosas lianas que golpeaban su cara. En una ocasión tuvo que reptar por debajo de unos arbustos, ya que la espesura era tan densa que le fue imposible atravesarlos. Sentía la garganta seca. Le costaba tragar. Había agotado el agua, y aunque se moría de sed evitó beber de los arroyuelos ya que no llevaba pastillas potabilizadoras. Dejó la zona más alta. Comenzó a descender. La pendiente era suave, pero en sus condiciones y con el suelo cubierto de hojas húmedas debía tener mucho cuidado. Sorteó rocas puntiagudas que salían del suelo, amenazantes, ocultas por la vegetación y el musgo. Se tranquilizaba pensando que sus perseguidores continuarían buscándolo por el lugar equivocado, siguiendo la dirección más lógica. Se felicitaba por su plan de huida cuando le llegó un inconfundible aroma salobre. Estaba cerca, muy cerca. Se permitió unos minutos de descanso. Se quitó la mochila, se sentó trabajosamente en el suelo y, finalmente, se tumbó. El fresco suelo contrastó con su espalda sudorosa proporcionándole unos momentos de placer. Hasta que notó en sus brazos y cuello diminutos insectos que correteaban. De un salto se levantó, olvidando el dolor de su pierna. Tuvo que quitarse la camiseta para sacudirla y restregarse con ella el cuerpo, con el objeto de librarse de aquellos bichos infernales que lo mordisqueaban sin parar. Atrapó uno que le andaba por la frente: eran hormigas. La aplastó entre los dedos sin miramientos.
—No volveré a pisar la selva en mi puta vida —masculló, colocándose de nuevo la camiseta.
Se orientó buscando las estrellas, calculando la trayectoria mentalmente. Se colocó la mochila y echó a andar dispuesto a no detenerse más hasta que llegara a su destino. Se ayudaba del palo para caminar, también para apartar las grandes hojas de palma y helechos que le cerraban el camino. En ocasiones, al golpear las ramas con él, escuchaba el traqueteo apresurado de algún animalillo que salía corriendo asustado, normalmente pequeños roedores o lagartos. Prefería no pensar en las serpientes, le entraban escalofríos al imaginarlas reptando por el suelo o colgando de alguna rama de un árbol a la espera de una presa sobre la que lanzarse. Después de recorrer un largo trecho de densa vegetación donde le faltaba la respiración y el calor era sofocante y pegajoso, salió a una zona despejada, con hierba baja y rocas blanquecinas que relucían a la luz de la luna. En comparación a la oscuridad y al claustrofóbico y asfixiante ambiente por el que llevaba horas caminando, aquella zona luminosa y acogedora le pareció el paraíso. Por primera vez sintió una leve brisa que le refrescó el rostro, e incluso se estremeció cuando se introdujo por su ropa empapada de sudor. Sin duda estaba llegando, el cambio de terreno se lo indicaba claramente. Mitigado el dolor de su pierna por el creciente entusiasmo, continuó andando.  Entonces oyó el chillido especialmente alto de un ave.
Luego nada.
Hasta ese momento no había dejado de escuchar los sonidos de la selva, tan variados e inquietantes, y de pronto nada. Casi le produjo vértigo el silencio que se creó. Pensó en sus perseguidores. Los guardias con sus potentes linternas serían capaces de asustar a todos los animales de los alrededores. Encontró una gran roca de aristas puntiagudas y se resguardó detrás de ella. Asomó la cabeza. Escudriñó la masa oscura y compacta de la selva que acababa de abandonar, esperando ver aparecer unos haces de luz oscilantes horadando la vegetación. El silencio era tan profundo que hasta el mero hecho de inhalar y exhalar se convertía en una actividad altamente ruidosa. Oyó algo.
Pof.
Contuvo la respiración. Aguzó el oído. Volvió a escucharlo. 
Pof.
No lograba identificar qué era ni de qué dirección venía, pero sí que parecía acercarse.
Pof, pof.
Se giró mirando en todas direcciones.
Pof, pof.
Era un sonido sordo, amortiguado, parecido a... pisadas. Le entró el pánico y retrocedió gateando. En el claro lo encontrarían con facilidad. Tenía que volver a la selva, donde sería más fácil despistar a sus perseguidores. Casi reptando sobre la hierba fresca, con los ojos llenos de lágrimas debido al dolor que soportaba de su rodilla, alcanzó un macizo de helechos. Logró incorporarse a duras penas, olvidando su bastón improvisado junto a la roca, y desapareció entre la espesura. Caminó unos metros tratando de hacer el menor ruido posible. Se detuvo a escuchar tras un árbol de tronco ancho y corteza lisa. Estuvo así un buen rato, de pie, apoyado en su pierna sana.
Nada, silencio absoluto.
Comenzaba a tranquilizarse cuando oyó algo detrás de él. No fueron pisadas, fue algo parecido a un gorjeo. Se giró y creyó distinguir una sombra que se movía en lo alto de una rama, a una decena de metros de donde él se encontraba. Aguzó la vista. La oscuridad era densa debido al follaje de los árboles. Pensó que tal vez se tratara de un mono aullador, aunque le pareció demasiado grande. En cualquier caso quedaba descartado que fueran los guardias, y eso, a pesar del miedo que le hacía temblar, lo calmó un poco. Decidió continuar su camino. Llegó a pata coja hasta el lugar que dejara instantes antes, recogió su bastón y apretó el paso sorteando las numerosas rocas que sobresalían del suelo. Creía saber dónde se encontraba, tanto la vegetación como la orografía eran inconfundibles. Se obligó a realizar complicados cálculos mentales en base a la información que le proporcionaba la Cruz del Sur. Determinó que se había desviado un par de grados, lo que significaba algo más de medio kilómetro en dirección suroeste.
—No está nada mal —se felicitó—. Ahora tengo que seguir por ahí un ratito —musitó al tiempo que levantaba el palo para señalar—, y llegaré a mi destino sin pérdida posible.
Estaba animado, o al menos se obligó a estarlo. Una sonrisa se dibujó en su rostro. Se permitió canturrear entre dientes una antigua melodía infantil que, de pronto, le vino a la cabeza.

"A dormir va la rosa de los rosales; a dormir va mi niño porque ya es tarde"

A medida que los versos salían de sus labios una imagen comenzó a dibujarse en su cabeza. Como le pasara horas antes, se vio a sí mismo desde un punto de vista subjetivo en brazos de su madre. Ésta lo acunaba mientras cantaba la nana, muy bajito, en un tono casi hipnótico.

"Mi niño se va a dormir con los ojitos cerrados, como duermen los jilgueros encima de los tejados"

Evocó con glotonería, cerrando los ojos para recrear aquellos momentos con mayor nitidez. Se sintió tan bien que casi le dolió. Incluso tuvo que detenerse cuando el pecho se le hinchó con movimientos involuntarios, motivados por el llanto. Llanto de pura felicidad.
Entonces volvió a oírlo.
Pof, pof.
El insólito silencio continuaba —algo a lo que había dejado de prestar atención hacía rato—, por eso aquellos ruidos, en ese espacio abierto, resonaron inconfundibles. Eran pisadas.
Pof, pof.
Trastabillando, aceleró el paso. Se golpeó con alguna roca en su precipitada huida. Sus pies resbalaban continuamente sobre la hierba y las hojas húmedas del suelo. De vez en cuando se permitía mirar hacia atrás, en dirección al límite de la selva que quedaba a su izquierda, de donde parecían provenir las pisadas.
Esperaba ver una luz que se encendiera de pronto. El haz de una potente linterna cegándole, dando al traste con todos sus planes. Pero no fue así. Sólo el disco brillante y blanquísimo de la luna se adivinaba entre las altas copas de los árboles.
Pof, pof, pof, pof.
Sonaron mucho más cerca. También escuchó el crujir de alguna rama al romperse y de hojas al ser pisoteadas.
Definitivamente no podían ser los guardias. De ser ellos ya habrían actuado.
Silencio.
Los animales permanecen en silencio cuando un gran depredador acecha, pensó. Un gran depredador, repitió mentalmente. Y se detuvo en seco.
No lo vio venir. Apareció a su espalda, como surgido de la nada. Lo golpeó en el hombro derecho y lo derribó igual que a un pelele. Raúl cayó contra unas rocas. No tuvo tiempo de amortiguar el golpe poniendo las manos. El hombro le ardía. Se revolvió en el suelo blandiendo el palo como si de una mortífera espada se tratara, girando en círculos, cubriendo todos los ángulos, pero no vio nada. Se incorporó a duras penas, con el corazón desbocado, jadeando y aterrado. Echó a correr cojeando, sin prestar atención a la sangre caliente que resbalaba por su espalda, con la adrenalina a mil tomando el control. Salvó una cresta con dificultad. Luego comenzó un descenso desesperado por un terreno accidentado, entre piedras, vegetación baja y raíces prominentes. Con una de ellas tropezó. La caída fue violenta, larga. Finalmente se detuvo. Había perdido el palo. Le dolía todo el cuerpo. Una ráfaga de viento fresco le revolvió el pelo y le trajo un delicioso aroma salado. Estaba tan cerca... Unos cientos de metros más y habría llegado. Se incorporó como pudo. Continuó descendiendo. La pierna magullada era un corcho inútil. El hombro le ardía igual que si le metieran hierros al rojo. Escuchó un gorjeo rítmico. A continuación un sonido parecido a una tos. De pronto vio una sombra a su derecha. Luego a su izquierda. Aparecía y desaparecía en un instante.
Hasta que lo tuvo enfrente.
—¡Dios mío! —exclamó Raúl, adelantando los brazos en un gesto inútil de protección.
El zarpazo que recibió fue brutal. Lo lanzó hacia atrás dejándole sin aliento, aunque no lo derribó. Tambaleante llegó hasta un peñasco redondeado. Se apoyó en él. Se ahogaba y sentía un frío extraño que provenía de su interior. Se llevó la mano al pecho. Notó la camiseta rasgada y unos profundos surcos de los que manaba un líquido espeso, cálido. Algo resbaló por sus piernas, algo pesado y viscoso. No tuvo tiempo de comprobar que eran sus intestinos. Las pocas fuerzas que le quedaban se desvanecieron. Cayó de lado, como a cámara lenta. Entonces escuchó una voz dulce y familiar, una voz que le cantaba.

"Este niño tiene sueño, muy pronto se va a dormir; tiene un ojito cerrado y el otro no lo puede abrir"

Al apoyar la cara en la arena, salpicada de hierba húmeda, un olor de antaño reforzó la evocación justo antes de que cerrara los ojos y se encogiera sobre sí mismo.

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