EXTINTOS

                                        EXTINTOS 





Fecha de publicación en digital    
 y papel julio de 2017.

A continuación podrás leer la 
sinopsis y el primer capítulo: 
"El yacimiento".


Longitud el libro: 452 páginas

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                                               SINOPSIS 




  El sorprendente descubrimiento de una tumba neandertal en Siberia contradice la fecha de la desaparición de la especie y arroja luz sobre la verdadera causa de su repentina extinción.  Por otra parte, el profesor Lébedev, antropólogo ruso encargado de las excavaciones, cree haber encontrado algo aún más extraordinario, y, después de entregar un enigmático paquete a Laura Anglada, una paleogenetista española, abandona el yacimiento misteriosamente.
¿Qué significado tiene el contenido del paquete? ¿Qué ha encontrado el profesor? Y, sobre todo, ¿qué relación guarda el yacimiento neandertal con su nuevo descubrimiento?
Dispuesta a averiguar qué hay detrás de todos estos enigmas, Laura viajará hasta Alaska acompañada de su ayudante Owen. Pero no estarán solos; Echevarría, un antropólogo rival, los seguirá dispuesto a no detenerse ante nada con tal de apropiarse del supuesto hallazgo.
Una lucha a muerte deberá librarse contra la naturaleza salvaje y la ambición humana antes de que un secreto oculto durante milenios vea la luz. Un secreto tan increíble que desquebrajará los cimientos de la paleontología moderna y dará un nuevo rumbo a la historia de la humanidad. 



                                      PRIMER CAPÍTULO



1 - EL YACIMIENTO





Siberia oriental. A mil kilómetros
del Círculo Polar Ártico.


Una suave brisa con olor a musgo y salitre golpeó la cara de Misha al salir de su pequeña casa de madera, situada a las afueras de Pevek. Odiaba esa ciudad portuaria y minera donde todavía parecía respirarse el aire cargado de dolor y muerte de los antiguos gulags, lugares siniestros que él no había conocido pero de los que le habló su abuelo hasta el mismo día en que murió. Nunca se acostumbraría a vivir allí. Después de veinte años aún añoraba su diminuta Yukagir, de apenas doscientas almas, y su sencilla forma de vida basada en la caza, la pesca y la cría de renos; donde sus habitantes continuaban hermanados con la naturaleza en un abrazo que duraba ya miles de años. Era un niño cuando sus padres murieron en un accidente de tráfico y se vio obligado a vivir con su abuelo, un hombre bueno pero triste que trabajaba de sol a sol en una mina de uranio. Y allí seguía viviendo después de quedarse solo, en la tercera ciudad más grande de la región de Chukotka, en la Siberia más oriental, una ciudad de mierda a más de mil quinientos kilómetros de su verdadero hogar.
A pesar de que era verano, el termómetro a las ocho de la mañana marcaba cinco grados centígrados, una temperatura que a cualquiera le hubiera obligado a abrigarse bien, pero no a él que había nacido y crecido en uno de los lugares más fríos y duros del planeta. Vestido con un pantalón vaquero y un jersey ligero arrancó su quad y se alejó refunfuñando, maldiciendo su suerte. No le gustaba su nuevo trabajo. Estaba bien pagado, era sencillo, seguro y garantizado durante tres meses, justo hasta que llegara el próximo invierno. Un chollo por el que la mayoría de indígenas siberianos hubiera matado. Mucho mejor que reventarse la espalda en el puerto descargando el poco mineral que llegaba de las minas, o en algún almacén amontonando cajas y fardos; aunque no tan apasionante como navegar hasta las islas deshabitadas del mar de Laptev, y compartir con sus compañeros la experiencia de sentirse libre y vivo como sus ancestros. A ello se había dedicado los últimos diez años, a buscar el marfil milenario de aquellas prodigiosas bestias que una vez habitaron su tierra, y que el deshielo y la erosión del permafrost sacaban a la luz, cada vez más a menudo, bajo el suelo y en las playas del norte. Los colmillos de mamuts se habían convertido en un negocio muy lucrativo desde la caída de la URSS, y antiguos pescadores indígenas dedicaban más de seis meses al año a su búsqueda. El mercado chino había aumentado la demanda y el kilo de marfil de calidad se pagaba a casi setecientos dólares, con lo que un solo colmillo podía mantener a una familia durante todo un año. Pero eso se acabó, al menos por el momento. Los helicópteros de la guardia fronteriza rusa habían intensificado la vigilancia y les confiscaban más marfil del que conseguían vender. Confiaba en que las cosas pronto cambiaran, y poder volver a recorrer con su moto de nieve el helado mar que en invierno unía las islas a la costa, y desenterrar cráneos y colmillos con sus viejos amigos.
Tras circular unos cientos de metros por una carretera sin asfaltar, se detuvo frente a una vivienda cuyas paredes de tablones deteriorados hablaban de los crudos y largos inviernos con tormentas de nieve y vientos gélidos que llevaban a sus espaldas. No debió esperar mucho. A los pocos minutos, justo cuando se disponía a encenderse un cigarrillo, se abrió la puerta y aparecieron dos hombres con gruesos anoraks con capuchas de piel. Lo saludaron con la mano y miraron al cielo. Cuando bajaron la cabeza parecían satisfechos.
—Creo que hará buen día, ¿tú qué opinas? —dijo el más joven de los dos, dirigiéndose a Misha.
Éste arrugó la nariz, como si olfateara, antes de contestar.
—Seguramente.
—Bueno, pues entonces en marcha. Con un poco de suerte hoy llegará la maquinaria —apremió el ingeniero de mayor edad.
Los dos hombres se dirigieron a un todoterreno nuevecito de color blanco, en cuyos laterales se podía ver un logotipo que representaba una vía de tren ondulante sobre la que parecían bailar las letras TEBD. No era la primera vez que se planteaba la idea de construir una carretera transiberiana que uniera la frontera de Rusia con Alaska, en Estados Unidos, aunque todo sugería que en esta ocasión la Trans-Eurasian Belt Develoment, la compañía para la que trabajaban los dos ingenieros, iba en serio. Ya se había invertido una gran cantidad de rublos en estudiar sobre el papel una vía factible que recorriera Siberia y atravesara la estrecha sección del mar de Bering, que separaba Asia de América del Norte, y ahora tocaba hacerlo sobre el terreno. Los informes indicaban que lo mejor sería hacerla discurrir justo por los límites que separaban la tundra —más al norte, que durante el largo invierno de nueve meses permanecía congelada, pero que en el verano se convertía en un pantano— de la taiga —con mayor vegetación aunque con un terreno más estable—. Sería una obra colosal asfaltar y colocar vías férreas durante más de diez mil kilómetros sólo para conectar la frontera occidental y oriental de Rusia. Y luego, estaba la cuestión de cómo atravesar el estrecho de Bering. Los peces gordos de la compañía todavía no se habían puesto de acuerdo en cómo hacerlo, si construyendo un puente, un túnel o usando un ferri. Pero lo que sí tenían claro era que si se terminaba, si finalmente se construía la carretera, habrían hecho algo sin precedentes en la historia de la humanidad, ya que el proyecto no era interestatal, sino "intercivilizaciones".

Misha iba delante, conduciendo con precaución por entre pinos, matorrales y rocas, dibujando en su mente la mejor ruta por la que guiar a esos hombres hasta el lugar que le indicaban cada día. En eso consistía su trabajo. Apenas existían carreteras ni caminos, y el itinerario a seguir dependía del tiempo y el estado del suelo, siempre cambiante, por lo que debía trazarse sobre la marcha, y en eso él era un experto. No porque se conociera toda la región de Chukotka de memoria, lo cual era imposible, sino porque tenía olfato. Un olfato que hasta el momento no le había fallado, y ya llevaba casi un mes trabajando con ellos.
Los últimos tres días, los ingenieros habían estado buscando una zona concreta. Querían que estuviera despejada de árboles y rocas; un lugar lo bastante amplio para que los helicópteros de transporte pudieran dejar la maquinaria que necesitaban, e ideal para empezar a hacer las primeras catas en el terreno. Lo habían encontrado a unos cincuenta kilómetros al sur de Pevek, y hacia allí los llevaba Misha.
Una liebre que aún no había cambiado del todo su pelaje blanco del invierno salió asustada de detrás de un abeto, y a punto estuvo de morir aplastada bajo las ruedas del quad. Unos metros más adelante fue un zorro el que se apartó del camino antes de ser atropellado. La vida se despertaba y bullía en el bosque después del largo y frío invierno siberiano. El todoterreno seguía al quad con precaución, calcando las rodaduras para evitar sorpresas; ya se había quedado atascado una vez en el blando suelo por salirse de la trazada y perdieron un día de trabajo hasta que consiguieron sacarlo del fango con un tractor.
Tardaron casi dos horas en cubrir los cincuenta kilómetros que les separaban de su destino. Cuando por fin llegaron a la amplia zona despejada junto al bosque, los obreros que debían manejar las máquinas ya estaban allí. Eran cuatro, también indígenas como Misha, aunque hubiera sido imposible determinar si se trataba de mongoles, samoyedos, esquimales... o yukagiros como él. El parecido entre todas las minorías étnicas que poblaban Siberia era asombroso: baja estatura, piel tostada, pelo negro y lacio, y ojos rasgados sobre caras redondeadas.
Misha detuvo su quad junto a la única roca que se veía y los dos ingenieros lo imitaron. Apagaron el motor del todoterreno y bajaron.
—¿Cuándo demonios va a empezar a calentar el sol? —refunfuñó el más joven entre dientes, frotándose las manos.
—¿Hablan ruso? —preguntó el más mayor a Misha, señalando a los indígenas con la mano.
Había sido él el encargado de contratarlos. Los encontró en los muelles de Pevek. Según le aseguraron habían trabajado toda su vida con vehículos pesados, y eso era lo importante.
—Lo suficiente.
—Bien, ahora sólo tenemos que esperar a que llegue la maquinaria. Te dijeron que estaría a las nueve, ¿verdad? —continuó preguntando el mayor de los ingenieros, esta vez a su compañero.
—Así es.
—Pues ya estás llamando, porque son más de las diez.
Cuando el ingeniero joven fue al todoterreno para usar la radio, se dirigió a Misha de nuevo, bajando un poco la voz.
—¿Cómo cojones han venido hasta aquí? —musitó, refiriéndose al grupo de indígenas que esperaba en el centro del claro.
—En caballos.
—¿Caballos? —dudó, mirando en varias direcciones.
—Cerca del río, por allí —respondió Misha, lacónico, señalando con el dedo.
—¿Hay caballos que aguanten este frío?
—Los pequeños yakutos pueden soportar setenta grados bajo cero.
—¡Joder! ¿Cerca del río has dicho?
Misha asintió sin contestar.
—No sabía que hubiera uno por aquí. Eso puede ser un inconveniente.
En ese momento volvió el joven.
—¿Tú sabías que íbamos a perforar cerca de un río? —le inquirió el mayor, antes de que le contara lo que había hablado por radio.
—Bueno, cerca, cerca... Pasa a unos doscientos metros al sudoeste. Todo se explicaba en el informe que nos enviaron.
—Vale, vale, lo que tú digas —contestó displicente— ¿Qué te han dicho esos putos militares? ¿Vienen los helicópteros o no?
—Deben estar al llegar.
—Ya —contestó, mirando el cielo intensamente azul.
Aún tuvieron que esperar una hora más antes de escuchar el ensordecedor ruido del monstruoso aparato que de pronto oscureció el cielo.  De su panza colgaba una perforadora, y en su interior venía una pequeña excavadora. Una vez descargaron los vehículos apareció un segundo helicóptero que traía un bulldozer y el resto de herramientas necesarias para comenzar a trabajar. Era media mañana cuando el motor de la excavadora arrancó, después de que el bulldozer se encargara de limpiar la capa más superficial del suelo de rocas sueltas y matorrales bajos. Los ingenieros parecían satisfechos de cómo avanzaban los trabajos preparatorios para proceder a la cata, y se afanaban por determinar, con los planos en la mano, el lugar más adecuado para hacerlo. Misha les echaba una mano a los indígenas, más por no aburrirse que por obligación, ya que su contrato se limitaba a servir de guía a los dos ingenieros: debía recogerlos cada mañana, llevarlos hasta donde le dijeran, y luego devolverlos a casa sanos y salvos. Podía, por tanto, haberse tumbado a dormir; o limitarse a ver trabajar a los demás, pero Misha se moría si estaba inactivo y prefirió tener las manos ocupadas y, de esta manera, también la cabeza. Además, trabajar sin obligación le proporcionaba una sensación tan placentera que no podía resistirse. No estaba cualificado para manejar maquinaria pesada y decidió ayudar, primero, a clavar varas de hierro de señalización dónde le indicaban los ingenieros, y, más tarde, a usar la pala para perfeccionar el trabajo que hacía la excavadora.
A la hora de comer el sol calentaba lo suficiente para que la temperatura subiera hasta los quince grados. Fue entonces cuando los dos ingenieros se decidieron a desprenderse de sus anoraks. Misha los observaba con cierto desprecio. Aunque ya estaban acostumbrados a los rusos, que era la población mayoritaria en su tierra, pocos indígenas habían dejado de verlos como intrusos; enemigos que, poco a poco, los habían ido arrinconando, privándolos de sus legítimos derechos; explotándolos, diezmándolos y condenándolos a desaparecer en un futuro no muy lejano. Apoyado en su quad, a unos metros de los operarios indígenas, masticaba con desgana un trozo de empanada rellena de col, carne, requesón y mermelada. Le gustaba estar solo, era poco amigo de las conversaciones de compromiso, y disfrutaba de los momentos de introspección donde encontraba la verdadera paz.
Durante la tarde continuaron los trabajos de limpieza del terreno hasta que los ingenieros determinaron, por fin, la mejor zona, y acotaron una cuadrícula de diez por diez para que la excavadora eliminara la tierra y profundizara. La pala entraba sin demasiada dificultad en el terreno. No encontraron piedras grandes ni barro, y en un par de horas el hueco ya llegaba a un metro de profundidad.
El ingeniero más joven descendió entonces de un salto y tomó una muestra de tierra que introdujo en un cilindro de metal que luego etiquetó.
—Parece buena —dijo levantando el cilindro, mostrándoselo a su compañero.
—Ya veremos —dijo éste.
Y haciendo señas al conductor de la excavadora, le gritó:
—¡Un metro más!
El sol se acercaba al horizonte tiñendo de colores cálidos el cielo cuando la excavadora llegó a los dos metros de profundidad.
Una suave brisa meció las copas de los enormes pinos, que lucían imponentes al comienzo del bosque, y el aire se cargó de humedad en un abrir y cerrar de ojos.
—Por hoy ya está bien —determinó el ingeniero de mayor edad, sacando el anorak del todoterreno para ponérselo con deleite—. Pronto oscurecerá, y empieza a hacer un frío de cojones.
—Sí, creo que será lo mejor —corroboró el más joven, agarrando el anorak que le lanzaba.
—Éste puede ser un buen lugar para un apeadero. Mañana bajaremos la perforadora para ver dónde está el lecho de rocas. Ahora larguémonos a casa, me muero por tomar una sopa caliente y meterme en la cama.
—Vale, pero tengo que tomar una muestra —dijo, con cierto fastidio.
—Que lo haga él —le propuso ladino, bajando la voz—. Parece bastante dispuesto a ayudar. Este suelo empieza a estar resbaladizo.
El ingeniero más joven sonrió antes de girarse buscando a Misha. Cuando lo encontró, ayudando a recoger las herramientas, le hizo un gesto con la mano para que se acercara.
—Toma —le dijo, lanzándole el cilindro de metal cuando lo tuvo a dos metros de distancia.
Misha lo atrapó al vuelo.
—¿No te importa hacerme el favor? Mi pierna...
Misha se encogió de hombros.
—Que sea tierra oscura, de la que está en aquel extremo —indicó el ingeniero, sin dejar de tocarse la rodilla.
Bordeando el hueco en la tierra, Misha bajó por la rampa que había creado la excavadora y se dirigió al lugar que le había indicado el ingeniero. El suelo estaba blando, y de las paredes verticales asomaban las raíces de los arbustos arrancados. Aquellos parajes no eran muy fértiles, y la vegetación estaba obligada a profundizar si quería obtener los nutrientes necesarios para sobrevivir. Los obreros esperaban al borde del enorme hueco, al otro extremo de donde él se encontraba, aguardando a que les indicaran que la jornada de trabajo había terminado para poder coger sus caballos y marcharse. Hablaban animadamente, en su idioma natal, mientras se pasaban una botella de vodka que ya andaba por la mitad.
La luz del sol, casi horizontal, apenas penetraba en el hoyo. Las sombras lo dominaban todo ahí abajo, pero Misha no tuvo problemas en reconocerlo al instante. Sólo asomaba unos centímetros. Con naturalidad se agachó, desenroscó la tapa del cilindro y lo llenó de tierra. Mientras lo hacía, aprovechó para observarlo mejor: sí, no cabía ninguna duda, aquello que surgía mínimamente del suelo era la punta de un colmillo de mamut. La sorpresa fue en aumento al comprobar, después de retirar un poco de tierra a un par de palmos de distancia, que aparecía otro. Había que estar muy acostumbrado a verlos para identificarlos tan rápido, y no le extrañó que nadie hubiera reparado en ellos, ya que la mayoría de las personas los confundirían con piedras redondeadas. A pesar de todo, antes de abandonar la excavación y volver arriba, arrastró tierra con el pie y, con disimulo, los ocultó. En su cabeza bullían mil imágenes, y su corazón se aceleraba por momentos. Le costaba controlar las emociones, y no pudo evitar que le temblaran las manos cuando le entregó el cilindro al ingeniero más joven.
—¿Qué te pasa, hombre? Parece que has visto un fantasma.
Misha salió de su ensimismamiento y, de inmediato, buscó los ojos del ingeniero.
—Nada —logró decir, lacónico.
Pero sí que le pasaba algo. Por supuesto que le pasaba.
Mientras volvía a Pevek, conduciendo su quad delante del todoterreno, no paraba de dar gracias a Dios por la suerte que había tenido. Que recordara, jamás se habían recuperado colmillos de mamut tan lejos de la costa, y él había encontrado al menos dos. Y, por el color, en buen estado; no como algunos que hallaban en el mar, agrietados y oscurecidos. Ahora necesitaba mantener la calma y pensar. Pero hacerlo rápido. Mañana volverían a trabajar en el hueco excavado, y no podía arriesgarse a que los descubrieran.
Tendría que hacerlo esa misma noche.
Una vez dejó a los dos ingenieros en su casa llamó a su amigo Dima y le contó su hallazgo. Lo conocía desde que eran unos niños, y ya de mayores habían pasado juntos varios inviernos en las heladas islas del norte buscando marfil fosilizado. Ahora trabajaba en los astilleros, y sabía manejar cualquier máquina, incluida una excavadora. Además de ser de confianza, lo necesitaba si quería terminar el trabajo antes de que amaneciera. Compartir el botín no sería problema, con dos colmillos tendrían de sobra, y, si tenían suerte, quizá encontraran el cráneo y algunos huesos más, que, aunque su precio de mercado era muy inferior al del marfil, alcanzaría una buena cifra. En menos de una hora lo tenían todo dispuesto. Dima había pedido prestada una vieja camioneta "pick up" y Misha acopló a su quad un pequeño remolque con buena capacidad. No cargaron con herramientas, allí había suficientes, lo que sí cogieron fue un par de lámparas portátiles de petróleo y algo de comida y bebida por si la cosa se alargaba. Esta vez, Misha, sí tomó su abrigo gastado de piel, y unos gruesos guantes de lana; sabía que por las noches las temperaturas bajaban varios grados bajo cero y no quería tener que encender un fuego para calentarse.
Ya era de noche cuando llegaron al lugar.
De pie, en el borde de la enorme zanja, Dima pareció dudar.
—¡Joder, Misha! ¿Has visto dónde está esto?
—Ya te lo dije.
—Sí, pero no imaginé que estaría tan cerca del bosque.
—Te aseguro que son colmillos.
—Bueno, enseguida saldremos de dudas. Si te has equivocado tendrás que pagarme el combustible e invitarme a un buen trago de vodka.
—Cuando termine la noche y volvamos cargados de marfil, vas a tener que ser tú el que pague una buena juerga en el local de Tina.
Después de encender las lámparas de petróleo, palas en mano, descendieron por la rampa hasta el lugar donde Misha creyó reconocer los colmillos. No tuvieron que cavar mucho para confirmarlo.
—¡Qué te dije! —gritó Misha, emocionado.
—Maldita sea, tenías razón —corroboró Dima, cogiéndolo por los hombros y zarandeándolo.
Una cuantas paladas más vieron algo con lo que no contaban.
—Es raro, pero ambos están en vertical —dudó Misha—. Necesitaremos usar la excavadora para sacarlos. Si son grandes, y eso parece, pueden estar enterrados a más de tres metros.
—Pues, a qué esperamos.
Bajo los focos del vehículo, la pala de la excavadora fue retirando con sumo cuidado la tierra alrededor de los colmillos. Dima no tardó en hacerse con los mandos y demostró su pericia manejando la máquina. En pocos minutos había abierto un hueco lo suficientemente grande para que se hicieran una idea del tamaño de los colmillos.
—¡Joder, son enormes! ¡Los más grandes que he visto jamás! —exclamó Misha, que se afanaba en tratar de moverlos inútilmente, a pesar de que uno de ellos ya asomaba más de dos metros y medio.
—Tendré que ampliar el hueco —gritó Dima por encima del ruido del motor—. La tierra está muy compactada junto al colmillo.
Misha asintió y se retiró de la trayectoria del brazo excavador.
Los dientes de acero de la pala mordieron el suelo igual que haría una cuchara en un helado, llevándose un buen bocado de tierra alrededor de los dos colmillos, más o menos a metro y medio.
—¡Espera, espera! —gritó Misha, levantando la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó Dima, sacando la cabeza de la cabina.
—Creo que hay más.
—¿Más qué?
—Colmillos.
—¿Estás seguro?
—Como de que vamos a hacernos ricos.
—¡No jodas! —exclamó Dima, incrédulo, saltando de la excavadora.
Después de apartar con nerviosismo la tierra suelta a mano, pudo contar seis colmillos más que, a intervalos aproximados de medio metro, sobresalían del suelo formando un semicírculo.
—Parece una empalizada —musitó Misha—. Puede que haya decenas.
—Debieron colocarlos aquí nuestros antepasados.
—Eso qué más da. Lo importante es que este marfil vale una fortuna, y es todo nuestro.
—Ya te digo... —exclamó Dima.
—Vamos, joder, sube a esa maldita máquina y saquemos todo lo que podamos cargar.
—Vale, vale —se quejó, soportando los empujones que le proporcionaba Misha.
En algunas zonas, la pala mecánica tuvo que revolver tierra hasta casi tres metros de profundidad para conseguir que los colmillos por fin se movieran. Eran enormes, y no demasiado curvados; tan iguales unos a otros que, sin duda, tuvieron que ser elegidos a conciencia. Ayudados por una cadena los sacaron uno a uno del fondo y los fueron depositando en la trasera de la "pick up", hasta que ya no entraron más. Entonces, continuaron cargando en el remolque.
—¿Cuántos van? —quiso saber Dima, en un momento dado.
Misha hizo un recuento rápido y abrió y cerró la mano dos veces.
—Diez son suficientes.
—Un par más —suplicó Misha—. Son magníficos.
—Está bien —se rindió Dima, accionando las palancas que hicieron que la pala se clavara en el suelo en busca de más colmillos.
Pero esta vez no fue marfil lo que Misha vio aparecer entre la oscura tierra, sino el blanco sucio de una calavera que rodó al caer desde la pala antes de quedarse quieta, mirándole fijamente desde sus cuencas vacías.
—¡Para, para!
—Joder, ¿ahora qué pasa?
Misha no se lo pudo contar.
El inconfundible ruido de unas hélices fue creciendo hasta que lo notaron encima. Entonces, los deslumbró la potente y azulada luz de un foco, y escucharon una voz ampliada por un megáfono que les conminaba a que no se movieran.
—¡Puta suerte! —maldijo Misha entre dientes, al reconocer a la guardia fronteriza rusa.     



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